Estaciones de paso, de Almudena Grandes

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Estaciones de paso, de Almudena Grandes

 

De los cuentos reunidos en Estaciones de paso, elijo Tabaco y negro. Todo empezó a ir fatal, y Paloma entró a trabajar en una casa de vestidos de novia. Una de esas en las que, le advirtieron sus dueños Arturo y Alejandra, “nunca hay que decir que un modelo es bonito. Nunca. Puedes decir que es intenso, original, radical, elegante, gracioso, ingenuo, fresco, irónico, dramático, estilizado, romántico, teatral, pero nunca bonito”.

Por eso cuando llegó la riquísima abuela con sus nietas dejando a una de ellas a un lado, ensimismada, de espaldas a sus bellezas porque era coja, no fue sorprendente. Ni sorprendente que pensaran en los vestidos para todas menos para ella. Excepto Paloma.

Porque en la sastrería para toreros de su abuelo, había aprendido de su sabiduría. Que “ver no es lo mismo que mirar, y al mirar, no todas las personas ven lo mismo. Como escuchar no es lo mismo que entender. Hay quien sabe escuchar, y quien, aun sabiendo, no entiende una palabra de lo que escucha”. También, “que la tela no era sólo tela, que el color no era sólo color, que los bordados eran algo más que arabescos de hilo… Porque lo que hacía el abuelo no era vestir a sus toreros, sino blindarles la piel, revestirla con la dura coraza de sus certezas”.

Cada una las suyas. Sus certezas. “la muchacha que no quería existir leía… y eso ni siquiera era una manera de defenderse, sino una forma de atacar… estaba armada y sus armas le daban el poder de elegir cualquier otra existencia, más feliz”.

Descubrió que las certezas a la vez que te arman, te pueden desarmar. Paloma le eligió por las suyas un vestido a la niña coja que se sintió feliz, y bella, y se hizo visible para sus hermanas y primas y todas juntas, la niña coja incluida, se fueron sin mirarla ni despedirse siquiera de Paloma, que se desarmó. “Ni siquiera sabía cómo se llamaba, sólo el título del libro donde se escondía, y en el que yo había leído una arrogancia, una soberbia, una admirable determinación que nos igualaba, porque las dos teníamos un sitio propio que nadie entendía y que por eso nadie podría nunca invadir. Pero quizás no era más que cobardía, el deseo de no mirar para no tener que ver, el miedo a comprender lo que se ve cuando se mira. O a lo mejor, lo único que pasaba era que no éramos iguales, que nunca lo seríamos”.

Incesantemente armándonos -¿si nos atrevemos a ocupar ese sitio, a mirar para ver, a escuchar y entender?-, y desarmándonos -¿si es que no nos atrevemos?-.

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