Te llamaré Viernes, de Almudena Grandes

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Te llamaré Viernes, de Almudena Grandes

 

¿Cómo miran los hombres, feos y gordos, Benito y Polibio, que cargan con “una maldición inmerecida”, a las mujeres?

Están las guapas a las que, como a Conchi, con algo de resentimiento por inalcanzable, le dirá Benito, “no tienes escapatoria y te tocará sufrir”. Pero ella, sabiéndose guapa, le dirá a Polibio, “¿tú qué crees? ¿Qué yo he nacido para sufrir por los hombres como dice éste, o para machacarlos, como digo yo?”.

Están las princesas, “tercas, tenaces y distantes como diosas, mujeres de nadie, niñas imaginativas, las llamaban en el colegio, fantasiosas incluso. Jugaban mucho solas, de pequeñas, reinventaban en silencio el mundo y todas sus reglas, se fabricaban un universo a su medida. El Príncipe Azul que esperan existe, pero no llega, porque “son demasiado complejas… Piden y, sobre todo, dan, se empeñan en dar más de lo que nadie les ha pedido jamás, les encanta darse, entregarse, lanzarse a tumba abierta… Apenas un príncipe azul se cruza en su camino, siquiera así, de lado, como por error, se inmolan sin perder tiempo a sí mismas… y entonces el príncipe azul sale corriendo”.

Están las putas, “a ellas les bastan los príncipes grises o marrones, desgraciados como tú y como yo… son como princesas bastardas… mujeres fascinantes al fin y al cabo”.

Están las mujeres- niña, que siguen siendo “solo una niña, con todos los atributos propios de ese nebuloso estado, una fe desmedida en sus propias fuerzas, una voluntad férrea, cegadora, una ambición universal, y la ilimitada capacidad de creer en las palabras de otros”, y que ya de grandes, siguen “persiguiendo el futuro, nunca dejaría de correr detrás de él”.

Están las hadas, con su “perezosa voluntad”.

Están las mujeres corrientes, en las que a veces encarnan las hadas, “ese género de mujeres que le condenaron una vez en silencio a vivir perpetuamente al margen de los mecanismos de sus deseos”.

Están las mujeres feas, “demasiado gorda para ser hada, demasiado fea para ser irreal”.

Está la madre, amada; y su abandono.

“Mejor no querer a nadie porque así no te podías llevar ningún disgusto”.

Está, también, Manuela. Si Benito se lo permite, está ahí.

Está por sobre sus temores, traumas, obsesiones, por sobre su violencia y agresividad. Muchacha de pueblo, está para sonreír días enteros sin motivo. Contarle cuentos. Está por sobre su propia gordura. Está para cargar con su ignorancia y vencer en el ajedrez a Polibio, todo a la vez. Está con su pureza y verdad, jugando cuando llueve en el huerto, mojarse, embarrarse, enfriarse para después tomar un baño caliente. Está para enseñarle que puede ser bueno, “pasarlo mal primero para pasarlo bien después”, y a jugar.

“Ahora se daba cuenta, siempre la misma mujer, distintas personas de un único ser… con edades y rostros y vestidos diferentes”.

Pero no estaba para cambiarle sus abismos interiores, ese afán estéril de “transferir su miserable vida auténtica a un brillante universo imaginario”; esa cadena de rencores que arrastra por la vida. Pero no si Benito no se lo permite. ¿Saltará el abismo, le permitirá, se permitirá, entrar a su vida?

Para reconocer las bellezas de los otros, su luz, hay que tener una luz propia, atreverse a “probar un poco de luz, para vivir en ella”.

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