A partir de
Castillos de cartón, de Almudena Grandes
“Estábamos en 1984, teníamos veinte años… Diez años antes, aquella escena no habría podido suceder. Diez años después, habría sido igual de imposible. Pero estábamos en 1984 y teníamos veinte años, Madrid tenía veinte años, España tenía veinte años”. Los veinte años de María José, Jaime y Marcos.
Al mismo tiempo, estaban a destiempo. Por tres veces a destiempo.
Primero, María José “quería ser pintora y descubrí a destiempo que no tenía talento suficiente. Esas cosas siempre se descubren a destiempo, sólo se descubren a destiempo, y no dejan espacio libre para descubrir ninguna otra cosa”.
Después, Marcos, el mejor de los tres, “el único de todos nosotros que había llegado, el único entre aquellos principiantes que estaba destinado a ser un pintor grande verdad. Pero murió a destiempo, porque le costaba demasiado vivir”.
Antes, cuando Marcos les contó por qué el tres además de ser un número impar, además de ser un conjunto –un trío-, podía ser una figura deforme –un triángulo desigual-, “yo me preguntaba cómo era posible que no lo hubiéramos adivinado, por qué no lo habíamos descubierto solos, por qué no lo habíamos comprendido antes”, y ya era tarde.
Al mismo tiempo, también, la demasía y la carencia.
Todo había sido un exceso. “Era demasiado amor. Demasiado grande, demasiado complicado, demasiado confuso, y arriesgado, y fecundo, y doloroso”
Y todo se rompió, y las carencias, los motores íntimos de cada uno impregnaron todo. La impotencia de Marcos, la de “su cuerpo mudo” y la del túnel en el que vivía oprimido. La seguridad carroñera de Jaime. El puente que con naturalidad y a ciegas construía María José y no podía unir dos costas con tres orillas.
Nos movemos entre contrarios. A tiempo y a destiempo. Con excesos y carencias.
Sólidos, frágiles.