El lamento de Portnoy, de Philip Roth

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El lamento de Portnoy, de Philip Roth

 

¿Porqué Alexander Portnoy, ante su psicoanalista, concluye que “quizás eso es lo que más necesito de todo, aullar. Un puro aullido, sin más palabras”?

Tal vez sea porque es de manual. Encuentra, en un ensayo de Freud que para conseguir “una actitud plenamente normal en el amor”, “es necesario que se unan dos corrientes de sentimientos: los sentimientos tiernos y afectuosos y los sentimientos sensuales”. Pero no sucede en muchos casos. “Donde esta clase de hombres aman no sienten deseo, y donde desean no pueden amar”. Como él, con la Mona, con Kay Campbell, con Sarah Abbott Manlsby.

Y tal vez sea de manual porque “la inhibición no crece en los árboles”. Se practica, se inculca. “¿Para qué otra cosa, pregunto yo, eran todas esas reglas alimenticias prohibitivas, para qué sino para proporcionarnos a los niños judíos práctica en ser reprimidos? Práctica amigo mío, práctica, práctica, práctica”.

De ese modo, llegar a la cárcel perfecta, “vivir en esta situación desgarrado por deseos que son repugnantes a mi conciencia, y una conciencia que repugna a mis deseos”. Porque, convengamos, “doctor ¡esas gentes increíbles! ¡esas gentes son inimaginables! ¡Esos dos son los más grandes productores y envasadores de culpabilidad de nuestro tiempo!”.

Y además de ir en brazos de una mujer a otra, de masturbarse en público, y en secreto de niño, sin parar. Un maníaco sexual, un libertino, “¿por qué no un simple soltero?”.

Más, un desafío. A la Ley de Dios Todopoderoso, que sobre todo legisla; celosamente –con severidad y amor, ¡oh!- su madre y padre ejercitan. Y cuando rechaza a Dios y la religión, su hermana Hannah “derrama sus lágrimas por seis millones de personas, o eso creo yo, mientras que yo derramo las mías por mí mismo. O eso creo”.

Y si contra el colectivo de “seis millones de personas”, contra la Ley, apenas quedo yo “por mí mismo”, ¿cómo no concluir, penosamente, que “mi verga era lo único que yo tenía que pudiera llamarse realmente mío”?

Tal vez porque fue vencido sin saberlo, y peor, creyendo lo contrario. Que ante su mundo, “cargado de peligros, desbordante de gérmenes, saturado de riesgos” con su “temeroso sentido de la vida”, apenas se oponía un yo “por mí mismo”, y solo le quedó su lamento.

¿Cómo entonces no quedarnos solos y con nuestros lamentos ante la aplanadora de la personalidad de las leyes, la cárcel de la culpabilidad y sus carceleros?

 

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