A partir de
Juego de espejos, de Andrea Camilleri
El sueño que recordó el comisario Salvo Montalbano al despertar esa mañana era insólito. Un profesor cincuentón le preguntaba: “¿Quién era Abraham Lincoln? ¿Quién descubrió América? Si ve un buen trasero de mujer, ¿qué piensa? ¿Nueve por nueve?”. Y concluía su interrogatorio: “le pregunto en qué piensa cuando ve un buen trasero femenino y me contesta que Abraham Lincoln”.
Una trampa, que en su sueño, le tendían. Como las que tendría que enfrentar en los días siguientes cuando una serie de acontecimientos comenzaron a sucederse: la explosión de una bomba ante un almacén vacío; la rotura intencionada del motor del auto de su bella vecina Liliana y su marido Adriano Lombardo; los disparos ante el retén de Carabineros, y la bala de otra arma incrustada en su propio auto; el evidente intento de Liliana de mostrarse con él en público. Y entre medio, como un juego de espejos, multitud de pistas falsas.
Pensaba y pensaba. “La cuestión era que los pensamientos tienes que llevarlos encima a la fuerza; no son un paraguas que dejas en la entrada”. Y no llegaba a nada.
Hasta que logró ir aclarándolo todo. Una buena mañana.
Aunque sabía que a la siguiente mañana, podría volver a encontrarse con otro fenómeno misterioso: “¿cómo es posible que los expedientes aumentaban durante la noche? ¿Cómo se explicaba que dejara por la tarde una pila de un metro de alto y, a la mañana siguiente, la encontrara de un metro diez sin que hubiera llegado correo nuevo? La explicación sólo podía ser una. Cuando la oficina se quedaba a oscuras y desierta, los expedientes, sin que nadie los viera, salían de los archivadores, se desperdigaban aquí y allá, se despojaban de las carpetas y se entregaban a orgías desenfrenadas, a copulaciones ilimitadas, a camas redondas inenarrables. Y por eso, a la mañana siguiente, los frutos nacidos de la pecaminosa noche aumentaban el volumen y la altura de la pila”.
También así, llevaba encima sus pensamientos. Y nosotros, alegremente, con Montalbano también.