A partir de
La belleza inútil, de Guy de Maupassant
La condesa de Mascaret tomó una difícil resolución. Decidió decirle a su marido “todo lo que llevo como un peso sobre mi corazón desde que vengo siendo la víctima de su egoísmo cruel”.
Tomó una resolución práctica. “No estoy dispuesta a seguir siendo la víctima del suplicio odioso de perpetua maternidad que me viene usted imponiendo desde hace once años”. Es que con 32 años, tien ya siete hijos.
No es sólo esto. “Usted se convirtió en un marido celoso … con unos celos de espía: bajos, innobles, degradantes para usted y ofensivos para mi persona … Como no podía usted impedirme ser hermosa y agradar … se le ocurrió la idea abominable de hacerme pasar la vida en un embarazo perpetuo … Me ha tenido usted condenada durante once años a una existencia de yegua madre”.
Y llegó su venganza. Para alejarlo, le confesó que uno de sus hijos no es de él. Y lo logró: no se le acercó más, se libró de ser una máquina de hacer hijos, y volver a la sociedad.
Una resolución práctica, preñada de consecuencias. Dos amigos, contemplándola en la Opera, reflexionaban. Que “la naturaleza es nuestra enemiga, que debemos luchar siempre contra ella, porque tiende siempre a reducirnos a la vida animal”. Que, “lo que hay en la tierra de limpio, de bonito, de elegante y de ideal no es obra de Dios, sino del hombre, del cerebro humano … el hombre ha descubierto el amor, lo cual ya es algo, como réplica al Dios marrullero”. Que, “cuanto más civilizados, inteligentes y refinados seamos, más obligados estamos a vencer y a domar el instinto animal, que es la representación dentro de nosotros de la voluntad de Dios”.
Fue solo años después de aquella resolución, que la bella condesa, de vuelta a la Opera y la vida social, confesó que había sido un engaño: todos los hijos eran del conde. Es que tenía que entender que “nosotras somos mujeres de un mundo civilizado, caballero. No somos ya, y nos negamos a serlo, simples hembras destinadas a repoblar la tierra”.
Una resolución. Un desafío. Una victoria. ¿Hay otro modo de alcanzar una victoria, cualquiera sea ella, que no sea desafiando con resolución; puede hacerlo alguien más que aquellos, que aquellas, que padecen el peso de las cosas?