A partir de
Torquemada y San Pedro, de Benito Pérez Galdós
Con su fortuna colosal, el antiguo prestamista Francisco Torquemada, marqués de San Eloy y Senador, gracias al dedicado trabajo de su cuñada Cruz del Aguila, se instalaron en el antiguo Palacio de las Gravelinas. Vivían con lujos y fastos; criados, obras de artes, cristalería, escudos, alfombras; aunque no ostentosamente. Desde el suicidio de su hermano Rafael las del Aguila, Cruz y Fidela, habían reducido su vida social, y llevado consigo a su Palacio al clérigo Gamborena, que lamentaba las “almas dañadas” que encontraba allí.
Torquemada tenía otros lamentos. “Llamo buenos tiempos aquellos en que tenía menos conquibus que ahora, en que sudaba hiel y vinagre para ganarlo … en que no conocía estas grandezas fantasiosas de ahora … tenía ratos de estar conmigo”. Ahora le pesaba “verme en esta jaula de oro con esta domadora”.
Su odio contra Cruz había aumentado, en esa batalla entre el economizar y el encumbrarse socialmente.
La alcurnia y la cruz se unieron. Cruz le advierte al “padrito” Gamborena que “la domesticación de este buen señor es obra difícil”. Aunque ella no se libra de sus amonestaciones: “Tu despotismo, que despotismo es, aunque de lo más ilustrados; tu afán de gobernar autocráticamente … han puesto al salvaje en un grado tal de ferocidad que nos ha de costar trabajillo desbravarle”. Pero era un “león de Dios”.
Además, murió Fidela. Y todo se precipitó. Cruz entristeció y se volcó a “las cosas divinas”, realizando obras de caridad. Torquemada enfermó también. Entre Cruz y el curita, fueron inculcándole la salvación de su alma, no como transacción, donaciones porque su San Pedro personal le abra las puertas del cielo, sino que caridad verdadera, acción espontánea del corazón.
Además, agregaba Cruz, se trataba de una “restitución”, pues “la llamada desamortización, que debiera llamarse despojo, arrancó su propiedad a la Iglesia, para entregarla a los particulares, a la burguesía, por medio de ventas que no eran sino verdaderos regalos. De esa riqueza distribuida en el estado llano, ha nacido todo este mundo de los negocios”.
En su agonía final, temeroso de Dios, Torquemada dejó su fortuna a la Iglesia, aunque nunca se supo si fue un acto espontáneo de su corazón.
¿Logró la aristocrática Cruz compensar la caída en desgracia de los suyos manteniendo el mando autocrático, ahora en el hogar, de los millonarios Torquemadas; lo logró la Iglesia del “padrito” Gamborena una “restitución” de bienes que siempre fueron suyos? ¿Tendrían cabida los millonarios Torquemadas en una España de persistentes Cruces y Gamborenas?