A partir de
Mateo Barthas, de Alejandro Dumas
De los cuentos reunidos en “Los caballeros templarios”, originalmente “Crímenes célebres”, elijo Mateo Barthas. Célebre “físico, es decir, médico del rey”, que vivía en la calle de las Ratas, enfrente del mísero pergaminero maese Joulu que rogaba a su santo patrono San Pacomio que se lo llevara antes que morir de hambre.
En esos ruegos andaba cuando vio entrar al respetado médico con un peregrino a su casa, siempre silenciosa pero de la que ahora escuchaba unos gemidos seguidos de un nuevo silencio.
Concluyó lo que la fama le permitía concluir: que el peregrino había asesinado al respetado Mateo. Mandó llamar al preboste, que se apersonó con seis jinetes y doce arqueros de a pie, para encontrarse que el cadáver era el del peregrino.
Detención y juicio. La defensa a cargo del igualmente respetado joven abogado Pedro Gaudoy. El crimen era indefendible. Pero los motivos, eran otra cosa: “su crimen debemos imputarlo a su fanatismo por la ciencia, a su amor por la humanidad”, alegó, explicando que quería conocer la circulación de la sangre para la cura de enfermedades.
Y formuló una pregunta extraña para cualquier oído: “si este crimen no puede ser irremisible a los ojos de Dios, ¿podría ser imperdonable a los ojos de los hombres?”, tomando en consideración que era “para beneficio de la humanidad”.
No fue una pregunta retórica, y con picardía se introdujo en la celda y sustituyó a Barthas. Conmovido el preboste y el mismo rey, lo perdonaron, porque no era menor su “grandeza de corazón”.
Invirtió el sentido común: no la misericordia de Dios, sino la de los hombres; y lo probó, a su costa, ¿quién estaría dispuesto a dar semejante prueba, sin limitarse a la grandeza de los enunciados?