La piel de zapa, de Honoré de Balzac

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La piel de zapa, de Honoré de Balzac

Rafael sufría la mayor de las miserias. Por eso rompió con pesar la promesa hecha a su padre antes de morir, y pisó un garito. “Por las noches las casas de juego no tienen más que una poesía vulgar, pero de efecto tan seguro como un drama sangriento … el excesivo número de actores impide contemplar frente a frente al demonio del juego”. Allí está “el hombre, siempre en oposición consigo mismo, engañando sus esperanzas con sus males presentes, y sus males con un porvenir que no le pertenece, imprime a todos sus actos el carácter de la inconsecuencia y de la debilidad”.

Perdedor, se acerca a las orillas del Sena. “En el suicidio hay un no sé qué de grande y espantoso … Los huracanes que le obligan a pedir la paz del alma al cañón de una pistola deben ser implacables … cada suicidio es un sublime poema de melancolía”.

No parece vacilar, aunque una vuelta más por las calles de Paris lo lleva a una casa de antigüedades. El anciano anticuario decide ayudarlo: ese talismán, la piel de zapa, que posee, cedérselo, y le advierte sobre su inscripción: “Si me posees, lo poseerás todo. Pero tu vida me pertenecerá … A cada anhelo, menguaré como tus días”.

Cada deseo, reduciría la extensión de su vida. Conocería a Aquilina y Eufrasia, “una era el alma del vicio; la otra era el vicio sin alma”. Se enamoraría de la bella condesa Fedova, “aquella mujer fría cuyo corazón deseaba ser conquistado a cada momento y que borrando siempre las promesas de la víspera, se portaba al otro día cual una nueva amada”; “una mujer como todas las que no podemos lograr”.

Iría descubriendo que todo se resumía, “en una palabra, en matar los sentimientos para vivir viejos, o morir jóvenes aceptando el martirio de las pasiones; a eso estamos condenados”.

Pasiones que su miseria no le permitía realizar. Aceptó la piel de zapa: “¡Ahora quiero vivir! Soy rico, poseo todas las virtudes, no habrá nada que se me resista … ¡Soy Nerón, soy Nabucodonosor! … MI vida ha sido un prolongado silencio; ahora voy a vengarme del mundo entero”. Heredó una fortuna. Se hizo Marqués. Se re-encontró con Paulina, la joven pobre que lo amaba y lo ayudaba en la miserable pensión que tenía como casa ahora rica y se enamoraron locamente.

Todo se invirtió. Satisfechos sus deseos, deseó no desear. Se iba muriendo con cada deseo. Se encerró en su palacio, cada detalle estipulado: se comía siempre lo mismo a las mismas horas, vestía siempre las mismas ropas dejadas en el mismo lugar, leía siempre los diarios dejados en la misma mesa, “en fin, no tiene que formular el más mínimo deseo; todo marcha al dedillo”, asegurado por su mayordomo Jonatás, a quien le dijo que “cuidarás de mi como de un niño en mantillas … Pensarás en mí y proveerás todas mis necesidades. Por tanto, puede decirse que soy el amo y él es , casi, el criado”.

Y así, “abdicaba la vida por vivir, y despojaba su alma de todas las poesías del deseo”.

El deseo, su poesía; el deseo, fatal talismán.

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