A partir de
La emoción de las cosas, de Angeles Mastretta
La muerte de la madre, desencadenó la conciencia de la propia vejez. “La tarde en que me hice vieja de golpe, cuando murió mi madre”.
Y desencadenó ese entretejido de recuerdos, que permiten “encontrarnos la luz intacta de la infancia”. Y escribir porque “cada quien tiene su novela, va cargándola, la teje todos los días. Y, a veces, trama en ella el paso de sus ancestros como si del suyo se tratara”.
Recordarse en los otros, recordar a los otros en uno. La inesperada carta de la primera novia italiana de su padre, que le dejó conocerlo mejor. El talento desbordante del tío. La presencia de la tía alegre y recta. Descubrir que “algo de los muertos se queda haciendo que se cumpla su voluntad en la persona de los otros”.
“Trabajar en la revista Siete; era la jefa de redacción y tenía veintitrés años. Por esos tiempos tuve cargos con nombres deslumbrantes bajo los que no había ni un subalterno. Era la jefa, pero no mandaba sino sobre mi horario, que a su vez mandaba sobre mí”.
Saber que “a veces, el ir y venir de las cosas y el destino sería mucho más arduo si nos faltara la compañía de los personajes que esta novela, por la que cruza nuestra vida, nos va regalando”.
En la vejez, haber ganado la experiencia, pero encontrarte con que quién quiere “perder los gallos de un hallazgo a cambio de un alba quieta … Nadie que la tenga la quiere, y sin embargo, tenerla es como andar a la sombra de una luna, a la luz de una fuente, a la vera de un acantilado. Sin caerse, sin temor, a veces sin hartazgo”.
Cada día, tejemos la novela de nuestras vidas.