A partir de
Babbitt, de Sinclair Lewis
“Se llamaba George F. Babbitt. Tenía cuarenta y seis años, ahora en abril de 1920, y no hacía nada de particular, ni mantequilla, ni zapatos, ni poesía; pero era un águila para vender casas a un precio mayor del que la gente podía pagar”. Su Dios era el “Aparato Moderno”. Era fiel de “la religión de los negocios”, y la Second National Tower, el edificio del centro de la ciudad de Zenith, visible desde el barrio residencial de Floral Heights donde vivía con su familia, su templo. Y en aquella ciudad, “en el bárbaro siglo XX, el automóvil de una familia indicaba su categoría social. Con la misma precisión que los títulos de grandeza determinaban el rango de una familia inglesa”.
Contrastaba con su esposa Myra, ama de casa, descuidada de sí misma, afeada, de quien “ni siquiera se daban cuenta que existía”.
Babbitt odiaba y admiraba a la vez a los millonarios McKelvey. Defendía a su ciudad, escenario de su pequeña fortuna, a la que conocía al dedillo. Repetía las opiniones del diario local, el Advocate Times; que con los senadores republicanos y la Iglesia Presbiterana “las grandes agencias enunciadoras establecían las normas de su vida fijando lo que él creía ser su individualidad”. Odiaba a los bolcheviques. Era conciente de su clase: “Un buen sindicato de trabajadores es muy valioso porque excluye los sindicatos radicales, que destruirían la propiedad. Nadie debiera ser forzado a pertenecer a un sindicato, sin embargo. Todos los agitadores laboristas que tratan de forzar a los obreros a ingresar a un sindicato deberían ser ahorcados. Realmente, esto entre nosotros, no deberían permitirse sindicatos de ninguna clase, y por ser el mejor medio de combatir los sindicatos, cada hombre de negocios debiera pertenecer a una asociación de patronos y a la Cámara de Comercio”. Era ético, contribuía a la Iglesia Presbiteriana, a la Cruz Roja y a la YMCA, no cruzaba el semáforo en rojo ni iba a exceso de velocidad.
Todo parecía perfecto. Pero se desahogan con su amigo Paul Riesling. “Hasta aquí he hecho lo que debía hacer: sostengo a mi familia, tengo una buena casa y un buen coche de seis cilindros, y he montado un negocio decentito, y no tengo vicio ninguno excepto el tabaco… Voy a la Iglesia, juego al golf lo bastante para conservar la línea y no me trato más que con personas decentes. Pero aun así, no sé si estoy completamente satisfecho”.
Deciden una escapada con su amigo George, a los lagos, a pescar. Piensa que quiere quedarse allí, sin hacer nada. “Por primera vez, Babbitt se había comprendido”. Volvió decidido a dejar los negocios. Hasta que llegó a Zenith.
De esas crisis de conciencia habría varias, de las que salía como si no hubieran sucedido nunca. Se unió a la candidatura común de republicanos y demócratas contra el candidato laborista, ganando fama, aumentada con su participación en la Escuela Dominical de su Iglesia, pues “daba respetabilidad y era buena para los negocios”. Pero ni la respetable riqueza ni la fama le trajeron “el ascenso social que los Babbitt merecían. No fueron invitados a formar parte del Tonawanda Country Club ni a los bailes del Casino de la Unión”.
Con la crisis de su amigo Riesling, que engaño primero a su esposa para terminar pegándole un tiro, Babbitt “perdió su fe en la bondad del mundo”. Y con ello, comenzaron sus propios flirteos, y recién convertido, se entregó enteramente a la disipación. La operación de Myra, la advertencia de sus amigos de comportarse de acuerdo con su rango social, la huelga en Zenith que hizo que finalmente aceptara unirse a la Asociación de Buenos Ciudadanos aunque no le gustaba que le dijeran qué hacer, lo hizo llegar a concluir que “nunca he hecho nada de lo que he querido hacer … me he quedado a medio camino”, y apoyar a su hijo que decidió abandonar la Universidad para ingresar como mecánico a una fábrica persiguiendo su sueño de ser inventor.
Esa (¿real, aparente?) disociación entre los éxitos exteriores y los tormentos interiores, que impediría que estemos “completamente satisfechos”, y que “el bárbaro siglo XX” parece no poder dejar de reproducir.
(Aguilar. Traducción de Manuel Lacalle Ollé)