A partir de
Coriolano, de Shakespeare
Fue primero Cayo Marcio. Fue después Coriolano, héroe de guerra primero, más tarde Cónsul, finalmente, temida espada vengadora de la intriga, para, al final, terminar traicionado, nuevamente como Cayo Marcio. ¿Qué lo llevó de la cúspide al abismo sin un solo respiro?
Atravesó cuatro crisis cruciales. Las revueltas del hambre del pueblo, que clamaba: “Nosotros somos los pobres ciudadanos. Con lo que sobra a los ricos bastaría para socorrernos”. “La delgadez que nos devora, el espectáculo de nuestra miseria, son como el inventario encargado de mantener detallada la cuenta de su abundancia”. “Saben los dioses que cuando hablo así es porque tengo hambre de pan y no sed de venganza”. Cayo Marcio los desprecia: “¡que los ahorquen!”. Rechaza incluso la concesión de la elección de tribunos del pueblo que hizo el Senado para calmar al pueblo hambriento: “con el tiempo se ensanchará, ganará fuerza y suministrará los más grandes argumentos a la lógica de la insurrección”.
La guerra contra la invasión de los volscos, a quienes venció sangrientamente: tomó su ciudad principal, Corioles, venció así a su odiado rival el jefe volsco Tulo Aufidio, y fue entonces que pasó a ser nombrado desde entonces Coriolano.
La elección como Cónsul. Rechazaba tener que solicitar el voto del pueblo tras ser nombrado por el Senado. Es “mendigar”. Dando ese poder al pueblo, es como “envilecemos la nobleza”. Su madre le aconseja más astucia que orgullo: “Hubiera querido que aseguráseis bien vuestro poder antes de usarlo”. La “altiva insolencia” de Coriolano es rechazada por Bruto, tribuno del pueblo, que agita para que no lo voten. En respuesta, Coriolano vuelve a insultar al pueblo, siendo entonces acusado de déspota y por eso mismo traidor al pueblo, y desterrado. Decían los plebeyos que “es un valiente camarada, pero un orgulloso del diablo, y no ama a su pueblo”.
La alianza con su antiguo rival Tulo Aufidio. Su orgullo le hace anteponer su deseo de venganza por la afrenta del destierro, a la antigua rivalidad. Entonces se lo ve llegar a las puertas de Roma al mando de los ejércitos volscos. Disponiéndose al combate, rechaza que lo llamen Coriolano, “hasta que se hubiese forjado un nombre en el fuego de Roma incendiada”. Le suplican clemencia. La embajada de su madre Volumnia, su esposa Virgilia y su hijo la recibe diciéndose “¡atrás cariño! Lazos y privilegios de la naturaleza, rompéos … guardaré la actitud de un hombre que se ha hecho a sí mismo”.
En cada encrucijada, lo domina el orgullo. El pueblo hambriento lo conoce, teme y rechaza: sabía que Cayo Marcio todo lo hacía, “sobre todo, por satisfacer su orgullo”, y que defendía la riqueza de los ricos a costa del hambre de los pobres. Su madre en las puertas de Roma lo acusa de que “has buscado las nobles ambiciones del honor para rivalizar con … los dioses, para desgarrar con tu trueno el vasto seno del aire”.
Excepto en el último instante. Cede a las súplicas de Volumnia, a la vez que la responsabiliza: “Habéis logrado una feliz victoria para Roma, pero en cuanto a vuestro hijo, le habéis infligido una peligrosa derrota”. Entra a Roma a firmar la paz, pero “doblegó su carácter”, y anda “como un hombre envenenado por sus propias limosnas y asesinado por su caridad”. Lo pagaría caro.
Ese orgullo voluble de los tiranos, sangriento y engañosamente fuerte.