A partir de
Bajo el árbol de los Toraya, de Philippe Claudel
De un modo extraño. O tal vez no. La muerte, las muertes que lo rodeaban, la muerte de su único y mejor amigo Eugene, lo llevó a escribir este “relato libre”, a enamorarse de Elena, veintitrés años menor y esperar un hijo con ella, a rodar su última película ‘La fábrica interior’, sobre, para, quienes “seguramente les interesaban el tiempo y la vida, los nudos y los bucles, los rostros que se deslizan y se difuminan, las voces que resuenan y los recuerdos heridos que no llegan a apaciguarse ni desvanecerse nunca”.
Con desazón tras esa muerte, busca. Respuestas. En especialistas, médicos, científicos. Algo más busca. A su amigo, a sí mismo en su amigo. A sí mismo en Elena. En el hijo, inesperado, que esperan.
Se dará cuenta:
Que será en “la escritura de este texto como quien desea reanudar una conversación interrumpida” que esa vida que vive entre la muerte estaba allí viviéndola, y los muertos viviendo con él.
Que “el texto se ha convertido en el árbol de los toraya”, el pueblo indonesio que entierra a los niños muertos muy temprano en los troncos de los árboles, “el sepulcro leñoso se cierra con un entramado de ramas y telas. Lentamente, con el paso de los años, la madera del árbol vuelve a cerrarse y guarda el cuerpo del niño en su propio y enorme cuerpo, bajo su corteza soldada de nuevo. Comienza entonces el viaje que lo elevará poco a poco al cielo”.
Que, “a veces, la literatura puede pesar más que la vida … puede hacerla más viva, reanimarla, alejar de ella, desgraciadamente por un tiempo limitado, lo que la corroe, la mina y la destruye”.
Aunque, finalmente, por sobre respuestas científicas, mitos y literatura, quedará “el amor de quienes nos sobreviven y gracias a quienes sobrevivimos nosotros”.
(Salamandra. Traducción de José Antonio Soriano Marco)