La cartuja de Parma, de Stendhal

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La cartuja de Parma, de Stendhal

 

Cuando un orden social nuevo llega, con la entrada de Napoleón, a la absolutista, casi medieval, Italia, llega también un orden moral nuevo. “Son las ideas –solía decir el marqués, en su odio invencible al progreso-, las que han perdido a Italia”.

El progreso se enfrentará con la reacción; las ideas ilustradas con las costumbres tradicionales: intrigas, venganzas, envenenamientos. Con la derrota de Francia, volverán estas últimas con todo su ímpetu, dominando al reino de Parma.

Sin embargo, el resultado total fue la combinación de unas y otras. “Tras siglos de hipocresía y de sensaciones insípidas, es necesario amar algo con pasión real, y saber exponer la vida cuando llega el caso”.

Fabricio del Dongo, hijo menor del marqués que odiaba el progreso, a la vez que se educaba con el sacerdote Blanés que más que enseñarle las sagradas enseñanzas le enseñaba la lectura de los astros para adivinar su porvenir, se alistó en las tropas de Napoleón; aunque llegó para Waterloo, y solo le quedaba volver a Parma.

Y en Parma, el caso llegó. Nada de insípido había en el amor de la tía, Gina del Dongo, primero condesa de Pietranera, después duquesa Sanseverina-Taxis y más tarde duquesa della Mosca, por su sobrino Fabricio del Dongo que sí sufría incapacidad para amar, “no soy capaz de sentir el amor en serio”, se lamentaba, “sólo podré ofrecerle el cariño más abnegado, pero exento de amor; la naturaleza me ha negado esta locura sublime”.

Un incidente casual, haberse enfrentado y matado al bribón Giletti, celoso de los amoríos de Fabricio con la actriz Marietta, fue la ocasión para que el partido liberal dirigido por la condesa Raversi se lanzara a perseguirlo para debilitar a su tía y su amante el Primer Ministro conde Mosca.

Nada importaría a su tía, ni la falta de amor de Fabricio por ella; ni las conspiraciones liberales contra todos ellos; ni la cárcel en la que encerraron a Fabricio. Vencería, en esa combinación tormentosa entre “la pasión real” y las costumbres antiguas, las rivalidades de palacio, las intrigas del reino, “las maniobras de las distintas camarillas”.

Vencería, sola. Fabricio no solo no la amaba como ella esperaba, sino que se movía por el mundo como llevado por las cosas, siempre su “imaginación vagaba por otras regiones”. En el campo de batalla en Francia, ni siquiera supo si realmente llegó a combatir; en Parma, “Fabricio creía que un hombre de su rango estaba por encima de las leyes y no comprendía que en los países donde los grandes hombres no sufren castigo jamás, la intriga lo puede todo”; la fuga de la cárcel fue planeada por su tía, aún contra su voluntad.

Es que no quería fugarse. Desde su celda veía a Clelia, la hija del general Fabio Conti gobernador de la temible torre Farnasio donde estaba recluido Fabricio. Además, tras su fuga, la duquesa, celosa, conspiró ahora contra su amado sobrino para que no impidiera el casamiento arreglado de Clelia con el marqués Crescenzi.

En esta combinación, habitual pero imposible, de lo viejo y lo nuevo, de “la pasión real” y las intrigas de las cortes absolutistas, “¡oh poder absoluto, cuando cesarás de pesar sobre Italia!”, la única solución que les quedaba a estas almas puras arrastradas por las intrigas era la reclusión. Clelia se lamentaba: “si matan a Fabricio, me retiro a un convento y no vuelvo a aparecer en esta corte corrompida”. Lo mismo haría Fabricio más tarde, ya absuelto, liberado y nombrado vicario general, que se decía “¡cuán feliz era cuando el mundo me creía desgraciado, y cuándo desgraciado soy ahora, cuando el mundo me cree feliz!”, concluyendo que “en mis circunstancias, lo prudente es hacerme cartujo”. Resultado tal vez inevitable, “¡qué pasión tan terrible debe ser el amor!”, para un alma cuya “imaginación vagaba (siempre) por otras regiones” y sus modernas pasiones chocaban con las atrasadas costumbres absolutistas.

 

(EDAF. Traducción por Gregorio Lafuerza)

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