A partir de
En la colonia penitenciaria, de Kafka
El explorador, de paso en la colonia penitenciaria, fue invitado, por el propio nuevo comandante, a una ejecución. El viejo comandante, juez y verdugo, le explicaba todo con cuidadosa dedicación.
El condenado no conoce la sentencia. Tampoco sabe que ha sido condenado. Ni ha tenido derecho a defensa. “Mi principio fundamental es éste: la culpa siempre es indudable”.
La condena consiste en grabar con ajugas en su cuerpo la sentencia, en este caso: “honra a tus superiores”, tras haber sido condenado por desobedecer al oficial al mando.
La ejecuta una máquina diseñada por el antiguo comandante, un diseño impecable.
Con todo esto, le dice orgulloso al extranjero después de lamentar la muerte de su creador que “nosotros, sus amigos, sabíamos aún antes de su muerte que la organización de la colonia era un todo tan perfecto, que su sucesor, aunque tuviera mil nuevos proyectos en la cabeza, por lo menos durante muchos años, no podría cambiar nada”.
Y con orgullo puso en marcha el mecanismo. Hasta que, sospechando repentinamente de la presencia del extranjero, le preguntó su opinión, sabiendo que la comunicaría al actual comandante. Rechazó el procedimiento.
Y en forma igualmente repentina, decidió liberar al condenado. Para ponerse en su lugar. Y el recién liberto ayudarlo a colocarse en la máquina, que, además, fallaría, haciéndose trizas y asegurándole una muerte rápida, dolorosa y carnicera, machacando con sus agujas el cuerpo del hasta recién juez y verdugo.
Ni un todo. Ni tan perfecto. Ni inmodificable. Tal vez solo haga falta una mirada extranjera.
(Visión Libros. Traducción de Roberto R. Mahler)