Casi la luna, de Alice Sebold

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Casi la luna, de Alice Sebold

 

“Metí la llave en la cerradura de mi puerta y vi mi propio epitafio: VIVIO LA VIDA DE OTRO”.

Tal vez por eso la mató. Tenía 88 años, Clair, su madre.

Recordó una conversación con su profesora de segundo, sobre su madre: “-Antes salía a pasear, pero ha dejado de hacerlo. –Criar a un hijo te deja sin fuerzas. Dirigí la mirada más allá de su rostro. Sabía cuándo callarme. El problema de mi madre es culpa mía”.

Tal vez por eso la mató. Helen tenía 49 años.

Desde hacía veinte años, tras el suicidio de su padre, la cuidaba. Con su enfermedad, con su agarofobia que la tenía desde entonces encerrada en su casa, con su agresividad y su fragilidad. Estos momentos “cuando mi madre estaba rota e indefensa, cuando se quedaba sin su caparazón y toda su rabia y su rencor no podían ayudarla”.

Aquellos momentos en los que la insultaba: “puta”. “Lo curioso de la demencia senil es que en ocasiones da la sensación de que el enfermo tiene acceso directo a la verdad, parece que pudiera ver a través de la piel debajo de la que te escondes”.

Y eso es mucho. “No podía más”.

Tal vez por eso la mató.

Buscó ayuda, algo que no hacían en su familia, la de su ex, Jake.

Después, pensó en inculpar a otro, pensó en huir, se confesó con sus hijas, pensó en suicidarse.

¿Qué haría? “No lo entendía, y no estaba segura de llegar a entenderlo jamás. De qué estaba hecho el miedo de mi madre, por qué mi padre creyó que debía abandonarnos del modo en que lo hizo. O la suerte de tener aquellas hijas y el amor de hombres más que buenos”.

Hay que entenderlo, aunque sea vislumbrarlo. Para no sucumbir.

 

(Debolsillo. Silvia Pons Pradilla, por la traducción)

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