El gran teatro del mundo, de Pedro Calderón de la Barca

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El gran teatro del mundo, de Pedro Calderón de la Barca

 

“Que toda la vida humana representación es”, nos dice el divino Autor, intentando consolar las penas, también calmar el orgullo.

Es que para aquel que le tocó, al venir al “gran teatro del mundo”, este “monstruo de fuego y aire, de agua y tierra … fábrica feliz del universo … primer prodigio sin segundo”, el papel de “Pobre”, sabe que “es mi papel la aflicción, es la angustia, es la miseria, la desdicha, la pasión, el dolor, la compasión, el suspirar, el gemir, el padecer, el sentir, importunar y rogar, el nunca tener que dar, el siempre haber de pedir. El desprecio, la esquivez, el baldón, el sentimiento, la vergüenza, el sufrimiento, el hambre, la desnudez, el llanto, la mendiguez, la inmundicia, la bajeza, el desconsuelo y pobreza, la sed, la penalidad, y es la vil necesidad”.

El consuelo no basta entonces. El Autor debe insistir. “En la representación igualmente satisface el que bien al Pobre hace con afecto, alma y acción, como el que hace al Rey, y son iguales éste y aquel en acabando el papel … en cualquier papel se gana, que toda la vida humana representación es”.

Insiste el reclamo, “¿cuando este papel me dio tu mano, no me dio en él igual alma a la que aquel que hace al rey? ¿igual sentido? ¿igual ser? Pues ¿por qué ha sido tan desigual mi papel?”.

Por eso el Autor debe reforzar sus decisiones, pasando del consuelo al consejo: el nombre de la obra que representarán es “Obrar bien, que Dios es Dios”.

Y del consejo a la advertencia: “… mi Ley, ella a todos os dirá lo que habéis de hacer”, y remata: “yo Autor soberano, sé bien qué papel hará cada uno”.

Al final, promete recompensas y castigos. El “Rico” será el único castigado, no el Rey, no el Pobre, no el Labrador, no la Prudencia (la religión), no la Hermosura.

Pero tan logrado fue su propósito, cuando el Autor encargó al Mundo que “quiero que, alegre, liberal y lisonjero, fabriques apariencias que de dudas se pasen a evidencias”, que ni consuelos, ni consejos, ni advertencias, calmaban o apaciguaban las dispares emociones de congoja, pesar, orgullo o vanidad, que se asomó la picardía del Labrador respondiéndole “yo haré, Señor, mi papel, despacio por no cansarme”.

Picardía del Labrador que no puede con la ironía del Autor al concedernos el libre albedrío “por no quitarles la acción de merecer con sus obras”, acciones que sólo podían representar los papeles asignados en el gran teatro del mundo, dejándonos solo seguir el guion de “obrar bien”, no el cambiar los papeles. ¿O será posible cambiarlos, o al menos –más limitadamente- reinventarse cada uno?

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