A partir de
El idiota, de Dostoyevski
“Yo soy grotesco, hecho a malas costumbres, tedioso; no sé ver las cosas, no acierto a comprender, porque todos nosotros somos así, lo mismo usted que yo, y todos. ¡Supongo que no tomarán ustedes a mal el que yo, en su casa, les diga que somos ridículos!”
Hay que ser “idiota” para hablarnos así, ¿no?
Y así lo veían todos al Príncipe Mischkin. Otros, más bien, como un simple, un ingenuo, de nobles y bondadosos sentimientos. También, con “penetración psicológica”, capaz de llegar como pocos a la psicología, al alma de los otros: “usted se fija en lo que los demás no advierten”.
Además, volvía a Rusia después de pasar casi toda su vida en Suiza tratándose su epilepsia, y podía entonces estarse “investigando el alma rusa”.
Padecía asimismo por lo que veía como sus culpas y pecados: “No, no era el alma rusa una tiniebla, sino que era él quien tenía tinieblas en el alma”. Este sentimiento tan complejo y engañoso brotaba de creer en “la piedad, única ley de la vida”.
Y que lo hacía actuar como idiota. El “asunto Burdovskii” – que mezclaba el nihilismo de la joven generación, al lado de la desidia de la vieja generación, todos absorbidos por un mal mayor: “los padres de familia son los primeros en desdecirse y avergonzarse de su antigua moral … exhortan a sus hijos a no retroceder ante nada con tal de procurarse dinero”-, lo mostraba claramente: intentó estafarlo, lo admitió, y sin embargo el Príncipe lo perdonó sin más. Perdonar y ser perdonado, bendecir y ser bendecido era su norma. Su creencia, que “el mundo se salvará por la belleza”. Sabía que, con eso, “en la sociedad estoy de sobra”. El príncipe Tsch. le advirtió: “el paraíso en la tierra no es fácil encontrarlo … es una cosa ardua, más de lo que su bonísimo corazón se figura”.
Pero el drama que lo sacudió fue que amó a la orgullosa y cruel Nastasia Filippovna, y amó también a la pura y noble Aglaya. Nastasia que se sentía ultrajada en su vida, inferior, pecadora, indigna de su amor, atrajo, más que su amor, su piedad, acentuando aquellos sentimientos de Nastasia, y ofendiendo irreparablemente a Aglaya.
Ante este drama lleno de sobresaltos y final imprevisto, Yevgenii Pavlovich lo puso ante un espejo. Había más que idiotez, nobleza, ingenuidad. Aglaya “amaba como criatura humana, no como un espíritu puro”. Así es como veía el Príncipe, inocentemente, la vida. Y así es que “lo más probable de todo es que usted no haya amado nunca ni a la una ni a la otra”.
Tal vez, aquellas verdades que nos arrojó sobre nuestra ridiculez, no sean una idiotez. “Yo hablo para salvarnos a todos nosotros, para no desaparecer como casta, de un golpe, en las tinieblas, sin darnos cuenta de nada, renegando de todo y perdiéndolo todo. ¿Por qué desaparecer y cederles a otros el puesto?”. Tal vez sea, a su manera, una urgente advertencia, aunque a su casta; y a todos nosotros, un ejemplo contra la presunción de pureza, de pretendernos “espíritus puros”.
(Aguilar. Traducción de Rafael Cansinos Assens)