A partir de
La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson
En el cofre del capitán Bill en la posada “Almirante Benbow”, el jovencito Jim Hawkins encontró “un cuadrante, un vaso de lata, varios rollos de tabaco, dos pares de hermosas pistolas, un pequeño lingote de plata, un antiguo reloj español y diversas otras alhajillas de poco valor, y casi todas de manufactura extranjera, un par de brújulas montadas en bronce y cinco o seis caracolas de las Antillas”, además de un libro con muchas anotaciones, y, por supuesto, lo principal: “un envoltorio atado con hule, que daba la impresión de estar formado por papeles y una bolsita de lona que al tocarla producía el tintineo del oro”.
El envoltorio lo llevó al doctor Livesey, su protector ante el asedio de un grupo de bucaneros temibles que los asediaban en busca de aquellos papeles, que estaba con el caballero Trelawney. Allí, el mapa de la Isla del Tesoro. Y desde Bristol partirían en la goleta Hispaniola en su busca. “Aunque yo siempre había vivido en la costa, me pareció que hasta entonces nunca había estado cerca del mar”, nos confiesa Jim: “El olor de la brea y la sal era cosa nueva. Vi los más maravillosos mascarones de proa que jamás hubieran surcado los mares. Vi, además, muchos veteranos marineros, con pendientes en las orejas, patillas rizadas en bucles, embreadas coletas y el tambaleante y torpe andar de estas gentes. No habría sido mayor mi contento de haber visto tantos reyes y arzobispos”.
Jim, como una fatalidad, los salvaría una y otra vez de las amenazas que los acechaban. Fue Trelawney y no el capitán Smollett quien contrató a la tripulación, sin saber que se trataba de los temibles hombres del capitán Flint y a la cabeza de todos ellos uno con pata de palo, modales amables y oscuros propósitos, John Silver “el largo” o “Barbecue”.
Encontrarlo fue toda una aventura y junto a los lingotes de oro y plata, había piezas “inglesas, francesas, españolas, luises y jorges, doblones y dobles guineas, moidores y cequies, las efigies de todos los reyes de Europa durante los últimos cien años, extrañas piezas orientales estampadas con dibujos que parecían manojos de cuerda o trozos de telaraña, piezas redondas y piezas cuadradas, y piezas agujereadas en el centro, como para colgarlas del cuello: creo que casi todas las variedades de dinero del mundo encontraban un lugar en esa colección y, en cuanto a cantidad, seguro estoy que eran como las hojas de otoño”.
Para encontrar tamaña riqueza debieron enfrentar traiciones, malentendidos, contar con una cuota de suerte y con la –a la par- audacia y buen juicio de Jim. “Ese era el tesoro de Flint, que desde tan lejos habíamos llegado a buscar y que ya había costado la vida de diecisiete tripulantes de la Hispaniola. ¡Cuántas había costado amasarlo, cuánta sangre y dolor, cuántos buques sepultados en el fondo del mar, cuántos valientes obligados a ‘caminar la tabla’ con los ojos vendados, cuántos cañonazos, cuántas infamias, mentiras, y crueldades!”.
¿Qué te lleva a arriesgar todo siguiendo el mapa de un tesoro? “¡A la mar! ¡Al demonio con el tesoro! ¡Es la gloria del mar la que me trastorna el seso!”, decía antes de partir el caballero Trelawney. El jovencito Jim también soñaba: “¡A la mar también; a la mar en una goleta, con un contramaestre y su silbato y marineros con coleta, que entonarían sus canciones; a la mar, rumbo a una isla desconocida y en busca de un tesoro enterrado!”. Para los piratas, “todo el poder de sus almas se dirigía hacia en fortuna, esa vida entera de derroches y placeres que a cada uno de ellos esperaba allí enterrada”.
¿Qué te lleva a arriesgar todo, a seguir un mapa con una promesa tentadora pero incierta? ¿La gloria, la aventura, los placeres que imaginas? ¿El “mayor contento”, este que nos da seguir imaginariamente a Jim Hawkins?
(Biblioteca Billiken. Versión de Alejandro Méndez Soler)