El gatopardo, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa

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El gatopardo, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa

 

El príncipe Frabrizio, con el Gatopardo pintado en el escudo azul de la Casa de los Salina, señor feudal del Reino de las Dos Sicilias, desdeña las preocupaciones del padre jesuita Pirrone, confiado en la inteligencia –la habilidad y la astucia- de su sobrino Tancredi, de la rama venida a menos de su noble familia, con su casamiento –de mutuo interés- con la deslumbrantemente bella Angélica, hija de Calogero, el “hombre nuevo” garibaldiano, “venido a más”. Confiado también en el carácter de Sicilia, “vanidosa”, “orgullosa”, ciega a los cambios, más que una “joven Sicilia” que nacerá de la revuelta garibaldiana, “una centenaria arrastrada en coche a la Exposición Universal de Londres”.

Aprendió, eso lo tranquilizaba finalmente, de Fabrizio que, “si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie”.

Y aunque, al final, tras la muerte del príncipe, entrado ya el nuevo siglo XX, el prestigio del apellido se había disuelto y el patrimonio dividido y re-dividido, el paso del tiempo depende desde donde lo mires, pues, “no somos ciegos, querido padre Pirrone, solo somos hombres. Vivimos en una realidad móvil a la que tratamos de adaptarnos como las algas se doblegan bajo el impulso del mar. A la santa iglesia le ha sido explícitamente prometida la inmortalidad, a nosotros, como clase social, no. Para nosotros un paliativo que promete durar cien años equivale a la eternidad”.

Aunque en esa “coyuntura social”, había preocupaciones, tenía, por ejemplo, “que recurrir a cien ardides del lenguaje. Recordaba con envidia la situación de un año antes, cuando decía todo lo que le pasaba por la cabeza, seguro de que cualquier tontería había de ser aceptada como palabra del Evangelio, y cualquier importunidad como negligencia principesca”. Pero allí seguían sus posesiones feudales, como Donnafugata, esa “utopía deseada por un Platón rústico”.

La eternidad de cien años, bien vale un Gatopardo.

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