Imperio, de Gore Vidal

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Imperio, de Gore Vidal

 

“La historia estaba trabajando, haciendo horas extras”.

¿Qué hacía en esas horas extras, a fines del siglo XIX y apenas empezando el siglo XX? En una nueva época que empezaba a conocer los telégrafos, la luz eléctrica, los primeros automóviles, los primeros experimentos para construir unas máquinas voladoras, estaba dando paso a un nuevo imperio, el de Estados Unidos –esa “nación tan vigorosa y tan escandalosa”- que dejaba así atrás (¿a costa de?) “el alma de la república”. Para Henry Admas no había duda: “lo que vosotros queréis es un imperio. Y será un imperio lo que consigáis, y a tan bajo precio. ¿Qué precio es este? La república norteamericana”.

¿Y quiénes hacían esa historia? En Surrenden Dering, en la campiña inglesa, Elizabeth Sherman Cameron, sobrina del general Sherman y esposa del senador Cameron, interrumpió la discusión del momento sobre los resultados del triunfo de Estados Unidos primero en Cuba y después en Filipinas contra España, respondiéndolo sin dudar: “Ya decidiremos lo de Filipinas durante la comida”.

También la hacían el presidente McKinley, que puso a Theodore Roosevelt en el Ministerio de Marina, que puso a Dewey en el frente de Manila, quien nos ha dado “este imperio”, a Estados Unidos “su época augusta”.

Y también la hacía William Randolph Hearst, que con sus periódicos inventó la guerra de Cuba agitando al pueblo, y a sus héroes como Theodore Roosevelt que poco después reemplazaría al presidente tras su muerte por el disparo de un anarquista cuando las bombas y atentados anarquistas se propalaban, igual que las huelgas de obreros, igual que las insurrecciones como la de Aguinaldo en Filipinas contra la ocupación estadounidense, igual que el surgimiento de líderes que hablaban contra los trusts y por el pueblo como el eterno candidato Bryan del Partido Demócrata o el surgimiento del partido populista, en un país que nacía al dominio del mundo agitando sus aguas internas, y recorriendo las aguas tormentosas del mundo que veía el declive de Inglaterra, el fortalecimiento de Alemania, la amenaza de la gravitación rusa y japonesa. Es que “el barco del Estado ha salido por fin a alta mar … Lo que fue Inglaterra lo somos nosotros ahora”, y agregaba “pero a una escala mundial”. Con una diferencia, que Theodore Roosevelt tenía clara: “nosotros no utilizamos la palabra ‘imperio’ porque los delicados no pueden soportarla”.

Seguros de hacer esa historia, vacilaban, concientes de que lo que sucedía, ellos hacían que sucediera. “¿Cómo podemos nosotros, incapaces de gobernarnos honestamente, asumir la tarea de gobernar a otros?”, se preguntaba Henry James. McKinley había confesado sus dudas a su Ministro de Relaciones Exteriores, antiguo secretario de Lincoln: “en las próximas semanas tendremos que decidir si vamos a entrar o no en el negocio del imperio”. John Hay no dudó: “cuando la historia comienza a moverse bajo los pies de uno, más vale ir pensando cómo montarse en ella”. Carnegie, Mark Twain y otros creían que “toda anexión es pecado contra el sagrado espíritu de la República”. Pero finalmente, como Bryan, “atacaría la dirección republicana del nuevo imperio,, pero no al imperio en sí”. A Cuba y Filipinas, dejándolos en las costas de China, siguieron la invención de Panamá y el Canal, la intervención en la guerra de los Boers en Sudáfrica, la política de “puertas abiertas”. Podían ufanarse: “el océano Pacífico y el Caribe, recién adquiridos, ya eran lagos estadounidenses”.

Caroline Sanford y su hermanastro Blaise Sanford volvían de su vida en Francia a este momento de Estados Unidos, disputando una herencia y aspirando al poder. Al verdadero. Al poder que crea la historia: Caroline comprando y dirigiendo el Washington Tribune -comprobando de paso que, ”ahora, una mujer podía lograr lo que quisiera por sí misma, y no a través del matrimonio”-, Blaise trabajando junto a Hearst. De este habían aprendido su fundamental enseñanza: “el poder básico no es presidir en la Casa Blanca o inaugurar un parlamento sentado en un trono, sino reinventar el mundo para todos dándoles los sueños que tú quieres que sueñen”.

Pero también pasa algo inesperado. Hearst le confesó a su enemigo Theodore Roosevelt: “la verdad es que cuando puse en movimiento todo aquello llegó un momento en que ya no pude controlarlo”. ¿Y qué pasa cuando pierden el control quienes hacen la historia, mejor, quienes la inventan sabiendo que “la verdadera historia es la ficción definitiva”?

 

(Editorial Sudamericana. Traducción de Angela Pérez y J. M. Alvarez Florez)

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