A partir de
Una belleza rusa, de Vladimir Nabokov
Olga “se fue de Rusia en la primavera de 1919. Todo sucedió completamente de acuerdo con el estilo de la época. Su madre murió de tifus, su hermano fue ejecutado por un pelotón de fusilamiento”. Dejaron San Petersburgo por Berlín.
Tenia “un encanto especial … pero, por alguna razón, no dio ningún resultado”.
¿A qué se debería? ¿Al estilo de la época?
¿A su actitud? “Hubo flores que por ser demasiado perezosa no llegó a poner en un jarrón”. A todos, aunque con algo de gracia con su francés con leve acento, trataba de “patanes”.
¿Por sus circunstancias? Muerto su padre, “su vida se ensombreció”, y fue cayendo en el descuido de “uñas relucientes pero mal cuidadas … fumaba incesantemente, como si fuera una maldición. Y mejor no decir nada del estado de sus medias”.
Se reencuentra, por casualidad, con su vieja amiga Vera, que “le encantaba organizar cosas, ya se tratara de una fiesta con ponche, de la tramitación de un visado o de una boda, y se lanzó ávidamente a la tarea de organizar la vida de Olga”.
La invitó a su casa de verano, a la que llevó también al alemán rusificado Forstmann. Días después, sentada Olga en el jardín, él le preguntó “si consentía en ser su cónyuge (esa misma fue la palabra que utilizó: ‘cónyuge’)”. Olga se levantó, se acercó a Vera y al resto, “ y con voz afectuosa, dijo ‘¡qué patanes!’, y al verano siguiente murió al dar a luz”.
¿Qué, cómo? No importa. “¿Qué flecha no deja nunca de volar? La flecha que ha alcanzado su objetivo”.
¿Pero quién arroja la flecha que se clava en nosotros como un destino; el estilo de la época que nos toca vivir; nuestras propias actitudes; nuestras circunstancias; un amigo que, en nuestra ayuda, dispone de nosotros?