A partir de
De amor y de sombra, de Isabel Allende
En las sombras que arrojaba “el infortunio que abatía el hogar de los Ranquileo”: la obligación de aceptar –por ser campesinos pobres- el intercambio de sus hijas recién nacidas en el Hospital con sus vecinos los Flores; la rara enfermedad de Evangelina Ranquileo; su raro desafío –esa escena “grotesca”- al Teniente Ramírez; la terrible venganza de este oficial de policía; el hallazgo de su cuerpo con los de otros desaparecidos en la mina abandonada de Los Riscos.
En las sombras que oscurecían la vida dura del Profesor Leal y su mujer Hilda, exiliados tras la derrota de la República española, y ahora bajo la bota del General.
Entre esas sombras Irene Beltrán y Francisco Leal se conocieron, se amaron, y fueron violentamente trastocados. “Cuéntame por qué estás triste”, le pide Francisco: “Porque hasta ahora he vivido soñando y temo despertar”, le confesaba Irene a medida que iba conociendo los horrores de la dictadura. Su madre, Beatriz, que prefería negarlos, se daba cuenta del cambio que sacudía a su hija: “¿Ves sus ojos? Ya no son los de antes, se han llenado de sombras como si se asomaran a un pozo”.
Asomada a ese pozo, las sombras no se la tragaron, “algo se había roto en su alma”, pero no para despedazarla.
Decidida, se lanzó a ayudar a Digna Ranquileo, a denunciar los cuerpos de los desaparecidos que encontraron en aquella mina, aún con peligro de muerte primero, aún casi a punto de morir después, logrando lo impensado hasta entonces.
A veces, aún al borde del pozo -este u otros que parecen reclamarnos-, es una decisión, perdiendo el temor a despertar de nuestro sueño –el que sea-, lo que puede no desbarrancarnos.