A partir de
Las ruinas circulares, de Jorge Luis Borges
Era “su invencible propósito … soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa”.
Convocó un anfiteatro de fantasmas a los que aleccionaba sobre todo. No tardó en comprender “que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón … mucho más arduo que tejer una cuerda de arena”.
Cambió de método. Apenas observar, percibir, atestiguar el hombre que ahora dejaba se apareciera en sus sueños. Lo dejó ir al mundo, satisfecho.
Aún así, no era más que “un mero simulacro”, y “no ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre, ¡qué humillación incomparable, qué vértigo!”.
¿Humillación? No tardó en comprender, con el incendio que se desató y al comprobar que “los jirones de fuego no mordieron su carne”, “que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo”.
En un mundo, una ruina circular que destruye continuamente con su fuego sus criaturas, descubrimos que somos, apenas, la proyección del sueño de otro.
Aunque, sin apenas, sin humillación: comprendemos también que, sueños de otros, aunque incoherentes y vertiginosos, la destrucción del fuego del mundo no muerde nuestras carnes; y tal vez por ese deshacerse de la limitación de la carne, aquí estuvimos y aquí seguimos estando.