Diálogos. Escribir. Ensayos sobre literatura, de Robert Louis Stevenson
(No es novela ni cuento, a quienes aquí acogemos. Pero escrita por un novelista, no es solo crítica o análisis. Es un diálogo entre escritores. Y creación de un espacio literario. Por eso también lo acogemos).
Su evidente simpatía por Samuel Pepys, quien “todo lo que hacía lo hacía con el placer más vivaz”; su admiración –hablando de su “yanquismo trascendental”- pero severa –censurando su “superioridad negativa”- por Thoreau; su ambivalencia –explicando que más que poesías hacía discursos pero con “la palabra justa, aguda y audaz en el lugar adecuado”- por Whitman; su curiosidad –averiguar la razón de la popularidad de los “grandes del polvo” (los grandes ventas que ya comienzan a ser olvidados); su sensatez –“para escribir con autoridad sobre otro hombre tenemos que tener cierta empatía y algún territorio común de experiencias”; nos da una medida de sus consideraciones sobre la literatura.
A la que juzga algo superior. “El arte precede a la filosofía, incluso a la ciencia. La gente tiene que haberse dado cuenta de lo que sucede, tiene que haberse interesado por ello antes de comenzar a debatir las causas e influencias. Y en esa vía el arte es pionero del conocimiento”.
A la que le reconoce una función específica, y encantadora: “La ficción es para el adulto lo que el juego es para el niño: ahí es donde puede cambiar la atmósfera y el rumbo de su vida”.
Sin dejar de lado que “no hay libro sin una buena moraleja”, pero, agrega, “el mundo es ancho, y la moral también”.
A la hora de escribir, habla con sencillez. Cuenta como fue una ilustración–de un mapa- que casi jugando con un niño dibujó, lo que logró que se destrabara y escribiera La isla del tesoro, y cómo contó con la ayuda de su padre, de su editor, de los que pacientemente lo escuchaban leerle sus capítulos a medida que los iba escribiendo.
Pero que igualmente son cosas que se necesita tenerlas dentro por años.
No oculta – al contrario: lo detalla- la amplitud de las influencias activas que integró, su “espíritu de emulación”.
Que la peripecia está por sobre el personaje. “Yo no logro identificarme con Rawdon Crawley ni con Eugene de Rastignac, porque no tengo en común con ellos ni la esperanza ni el miedo. No es el personaje, sino la peripecia, lo que nos saca de nuestro reducto. Algo sucede tal como quisiéramos que nos sucediera a nosotros”. Guardando su adecuación, “que sea verosímil y esté clara”.
Que al personaje –las marionetas verbales- se lo construya a partir de recortar lo que conocemos, no atribuir cualidades, con lo que seguramente nos equivocaremos.
Y – contra el realismo (a lo menos a la Henry James), pero a favor de la épica (a lo Víctor Hugo)- que no hay que agotarse en una descripción tediosa, ya que “la novela no es una transcripción de la vida, que va a ser juzgada por su precisión, sino una simplificación de un aspecto o un lado de la vida”. Se trata de “cerrar los ojos a medias para protegerse de la confusión de la realidad … La vida es monstruosa, infinita, ilógica, abrupta y conmovedora; en comparación con ella, una obra de arte resulta pulcra, finita, cerrada, racional, prolija y castradora … La novela existe por sus diferencias inconmensurables con la vida”.
La importancia de lograr crear imágenes que se fijen en nosotros perdurablemente, hablando a favor de “el romance pictórico, o creador de imágenes”, lo que tendrá “una fuerza indeleble en el ojo de la mente”.
Dará un “consejo útil al joven escritor”, como elegir bien el motivo, construir con cuidado el argumento, que todas las peripecias ilustren el motivo, evitar las tramas secundarias, que el estilo no esté por debajo del nivel del argumento… No ceder a la pereza, no renunciar a la excelencia. Ejecutar el trabajo, una vez ya concebido –“la demora debe preceder a cualquier comienzo … primero debemos masticar el tema muchas veces”-, con “ardor comunicativo”. Respetar el estilo, la musicalidad de las oraciones, por ejemplo.
La marca de su vocación estará en “el disfrute inagotable de sus logros técnicos y cierto candor para embarcarse en una empresa insignificante con una seriedad digna de las tareas de un imperio, y el convencimiento de que el menor avance merece un gasto de tiempo y dedicación”.
Siendo riguroso –“el estilo es la marca indeleble de todo maestro”, es “el cimiento del arte de la literatura”, es “sintético”- en las reglas propias de todo arte, nos dirá que “un buen escritor de ficción nos mostrará la consumación y la apoteosis de los sueños que todo hombre tiene cuando está despierto”. Que no tiene que convencer, sino encantar. Y lograr, como le pasó con algún libro, “tal placer que no perdí el tiempo: me lancé a buscarlo y leerlo”.
(Páginas de Espuma. Traducción de Amelia Pérez de Villar)