A partir de
¡Adiós, juventud! ¡Adiós, belleza!, de John Cheever
Los Bentley eran un matrimonio feliz, con sus desaveniencias, como todos. Y, como muchos, la vida de Louise “se veía bonita los sábados por la noche, pero lo cierto era que su vida resultaba pesada y monótona”, y las tareas domésticas no terminaban nunca, y tras dieciséis años “no parecía escapar a sus quehaceres ni siquiera mientras dormía”. Aunque su amiga Lucy “siempre le sugería que se buscara un empleo, porque el trabajo le daría independencia emocional y económica”, nunca daba el paso.
Y con Cash, su marido, seguían saliendo cada sábado a casa de sus amigos, ella, como cada sábado a la noche, se veía hermosa, él, cuando sus amigos lo molestaban con que se le empezaba a caer el pelo, daba muestras de su intacto estado atlético. Hasta aquella noche, ay, esa noche en que tropezó y terminó hospitalizado.
Salió del hospital. Se recuperó, Pero “no entendía lo sucedido. El, o todo lo que lo rodeaba, daba la impresión de haber cambiado imperceptiblemente para empeorar. Incluso sus sentidos parecían empeñados en echar a perder el mundo inocente del que había disfrutado muchos años”.
Otra fiesta, en la casa de al lado. Ve pasar unos muchachos riendo, “no tienen otra cosa en la cabeza que las fugaces noches de verano. Los impuestos y las gomas de la ropa interior –todas las desagradables realidades de la vida que amenazan con cortarle la respiración a Cash- no han tocado ni a una sola de las figuras del jardín vecino”. Los ve a ellos, se ve a sí mismo “y ahora se encuentra inmóvil en una cocina a oscuras, privado de sus proezas atléticas, de su impetuosidad, de su buena presencia: de todo lo que significa algo para él”.
No lo acepta, no quiere aceptarlo. Intenta probar nuevamente sus proezas de siempre. No lo logra.
Quedar fijados como Cash, o, cada vez que vamos siendo otro, poder lograr que cambie también “todo lo que significa algo”.
(Literatura Random House. Traducción de José Luis López Muñoz y Jaime Zulaika Goicoechea)