A partir de
El diablo en la botella, de R L Stevenson
Fue por envidia que llegó el diablo a su vida. Keawe, marinero, timonel de un ballenero, llega a san Francisco, ve esa tan maravillosa casa, que la desea. El dueño, lo hace pasar, y no la ofrece su casa, sino la casa que soñó, si compra la botella que se la concedió, porque “su vidrio fue templado en las llamas del infierno. Un diablo vive en ella”. Le explica las condiciones: si no la vende antes de morir, arderá eternamente en el infierno, y si la vende, debe hacerlo siempre por un precio menor al que la compró.
Fue por cálculo que la compró, finalmente. “los problemas los tendrás de todas maneras; así que mejor aprovechas también las ventajas de la botella”.
Dudó: accedió a las riquezas que deseó dirigiéndose al diablo de la botella, que se las concedió inmediatamente, mediante la muerte de su tío y su primo: “es un modo muy malvado de servirme”. Pero prevaleció otra vez el cálculo: “es mejor que acepte lo bueno con lo malo”.
Aunque satisfechos sus deseos, la vendió.
Vivió feliz, se enamoró, se disponía a casarse, pero descubrió que tenía “el mal chino” la lepra. Buenos fines, malos medios, amor por condenación: desesperado por no poder gozar de su amor viendo próxima su muerte por lepra, se decidió a recuperar la botella. La rastreó, había ya pasado por muchas manos, su valor era ínfimo, alcanzó los tres centavos: solo dos más podrían comprarla. La compró, deseó sanarse, se sanó. Pero temeroso del fuego eterno, no disfrutaba de su amor. Su esposa se enteró, y logró comprar la botella, por dos centavos. Si alguien se atreviera a comprarla, el último que pudiera hacerlo, solo por un centavo, ya no tendría a quién vendérsela. Otra vez, amor por amor, pero por medio del diablo, terminaban condenados.
No solo sería difícil venderla por última vez, sería malvado condenar a alguien al infierno. “¿No es cosa terrible salvarse uno mediante la condenación eterna del otro?”.
Había una última salvación posible. Que la comprara alguien que ya se supiera condenado. Existía un hombre “viejo y brutal, uno que había sido contramaestre de un ballenero, era un renegado, fue excavador de minas de oro y había estado preso en varias cárceles por diversos delitos”. Tenía una mente ruda y una boca sucia”. Keawe le advirtió “te digo que el hombre que posea esa botella se va al infierno”, y él: “de todas maneras allá es a donde voy a ir a parar”, y se la quedó.
Hubo una última salvación, una que, igualmente, no elimina la alternativa “terrible salvarse uno mediante la condenación del otro”; hay otra, no entrar en tratos terribles, ¿pero sólo será posible no deseando, u otra terrible alternativa: no desear lo que no se puede alcanzar?
(Norma. Traducción por Eleonora García Erralde)