A partir de
Homero, Ilíada de Alessandro Baricco
“Si no tenéis miedo a las fábulas, escuchad ésta”. Temer.
¿A la violencia infinita de nueve años de guerra ya?
¿A la rivalidad entre los hombres, a los primeros entre los hombres que decidían la guerra? Porque la furia, la cólera, entre dos hombres, rey de reyes uno, Agamenon, el más fuerte el otro, Aquiles, de entre todos los aqueos en su guerra infinita contra Troya, la explica. Cuando Agamenon, para apaciguar la desgracia que cayó sobre su ejército por no devolver su botín, la bella Criseida, propuso a cambio quedarse con el botín de Aquiles, la también bella Briseida, éste le recriminó que “yo no vine aquí para luchar contra los troyanos, porque ellos a mí no me hicieron nada … Es por seguirte a ti por lo que estoy aquí”. El asedio aqueo descansaba en esta alianza. Y en esta inesperada rivalidad se extendía infinitamente: Aquiles abandonó a los suyos.
¿A los vaivenes de la fortuna, que unas veces hacía vencedores a los aqueos, otras a los troyanos? “Es el sino de los hombres vivir en el dolor, y sólo los dioses viven felices. Es la suerte, inescrutable, la que reparte el bien y el mal”.
¿Solo la inescrutable suerte?
¿Y si la cólera y la rivalidad ceden a la astucia, alcanzarán los hombres la felicidad? Hubo una primera astuta estratagema: Patroclo, compañero de Aquiles, luchó con sus armas para atemorizar a los troyanos; no tuvo éxito, la respuesta fue feroz, y allí murió el valiente Héctor. Valiente y digno: antes de morir siendo arrastrado por caballo, sentenció: “acordaos de mí, olvidad mi destino”.
Perseverarían. ¿Y si a la astucia la reforzaran con malicia y sorpresa? Lo propuso el viejo y sabio Néstor: “los jóvenes tienen una idea vieja de la guerra: honor, belleza, heroísmo … Yo ya era demasiado viejo para creer todavía en aquellas cosas. Esa guerra la ganamos con un caballo de madera, descomunal, relleno de soldados. La ganamos gracias al engaño, no con la lucha a pecho descubierto, leal, caballeresca … Nosotros sabíamos que vieja era la guerra que estábamos librando, y que un día la ganaría aquel que fuera capaz de librarla de una manera nueva”. Probarían.
Ulises, reflexivo, los increpó: “amigos, vosotros seguís confiando en vuestras armas y en vuestro coraje. Pero mientras tanto vamos envejeciendo aquí, sin gloria, consumiéndonos en una guerra sin fin. Creedme: será con la inteligencia, y no con la fuerza, como nos conquistaremos Troya”. Idearon el caballo que ingresaron a Troya, y desde sus entrañas, cayó sobre la ciudad el horror, y los suyos convertidos así “en una estirpe que iba hacia el matadero, y sobre una ciudad hermosísima que se estaba convirtiendo en pira flameante y en muda tumba de sus hijos”.
¿Admitieron los dioses que les arrebataran la felicidad, o siquiera que les forzaran a compartirla con los hombres? Pregunta el aedo: “¿Por qué te hace sufrir escuchar su historia? ¿Tal vez aquella noche murió tu padre, algún hermano?, ¿acaso en aquella guerra perdiste algún amigo? No te obstines en tu silencio y dime quién eres y de dónde vienes y quién es tu padre … El hombre bajó la mirada. Luego dijo en voz baja: ‘Yo soy Ulises. Vengo desde Itaca y allí, algún día, regresaré’.”
Otro desafío a los dioses, uno más, que enseña que puede traer victorias sí, pero externas apenas, y por dentro, solo sufrimiento. ¿Entonces?, ¿acaso solo queda regresa a Itaca?
(Anagrama. De la traducción Xavier González Rovira)