A partir de
Un invierno en Mallorca, de Amantine Aurore Lucile Dupin de Dudevant (George Sand)
Hija de la Revolución Francesa, Amandine Aurore Lucie Dupin, Baronesa Dudevant, George Sand, mirará con los resplandores con que aquella bañaba sus ojos, la isla de Mallorca. A la par que admirando la belleza natural del lugar, examinará la arquitectura y los monasterios; las casas –“el carácter de un pueblo se revela tanto en su manera de vestir y en el moblaje que usa, como en sus facciones y en su lenguaje”-, que, vacías, parecían paradas de caravanas, lugares para dormir la siesta; pondrá a discutir a un joven poeta contemporáneo suyo con un viejo monje del siglo de la Inquisición; comparará un cartujo del siglo XV con uno del siglo XIX; opondrá el progreso y la civilización: “¡viva Francia!”, al atraso eclesiástico y religioso, a la supervivencia de caballeros- pages, cultivadores – menestrales, artesanos de, y esto lo dice todo, la “isla de los Monos”.
Sin embargo, esos ojos que miran todo aquello, son también capaces de mirar hacia sí. “Yo bien sé que el viaje en sí es un placer. Pero, en fin, ¿qué es lo que te empuja en busca de ese placer dispendioso?”.
Sabrá decirnos, decirse: “Es que en realidad no estamos nunca bien en ninguna parte en los tiempos que corremos … la divina esperanza sigue siempre su camino, persiguiendo su obra en nuestros pobres corazones e infundiéndonos siempre ese sentimiento de lo mejor, esa continua busca del ideal … Todos, cuando tenemos tiempo y dinero, viajamos, o mejor, huimos, pues aquí no se trata tanto de viajar como de partir”.
Pero apartará nuevamente de allí los ojos, para darnos “la moral de esta narración, tal vez pueril … que el hombre no se hizo para vivir con los árboles, con las piedras, con el cielo puro, con el mar azul, con las flores y las montañas sino más bien con los hombres sus semejantes … allí donde no se puede vivir en paz con sus semejantes, no hay admiración poética ni goces de arte capaces de llenar el abismo que se abre en el fondo del alma”.
Tal vez… Pero sin apartar nunca los ojos de nuestro interior, y, a la vez que podemos mantener “la divina esperanza” para poder seguir partiendo de aquí, sobre todo reconocer que, allá, también están nuestros semejantes.