Al faro, de Virginia Woolf

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Al faro, de Virginia Woolf

 

“Los Ramsay no eran ricos, y no era poca maravilla que pudieran arreglárselas. ¡Ocho hijos! ¡Alimentar a ocho hijos con los recursos de la filosofía!”. Pero no era, tal vez, este el problema.

Acaso eran estos contrastes, entre el marido y la mujer.

  • Las fantasías del futuro galopando, o la imposibilidad de jugar

Una mañana, la madre, Mrs. Ramsay, dijo que podrían ir al faro. Su hijo más pequeño se alegró. James Ramsay, a sus seis años, ya “era miembro de ese gran grupo que no consigue mantener en orden los sentimientos, sino que consiente que las esperanzas futuras, con sus penas y alegrías, empañen lo que sí que está al alcance de la mano”. Pero eso, inevitablemente chocaba con su padre, Mr. Ramsay, uno de esos que “decía la verdad. Siempre decía la verdad. No sabía mentir, nunca desfiguraba la naturaleza de un hecho cierto, jamás modificaría una palabra, por desagradable que fuera, para acomodarla a la conveniencia o el gusto de nadie; y menos aún la modificaría para complacer a sus propios hijos, de su carne y sangre, quienes debían saber desde la infancia que la vida es difícil, que con la realidad no se puede jugar”. El padre decía que el tiempo probablemente no les permitiera llegar. Y ella, “era consciente de que su marido, con el enojoso recordatorio de que no haría bueno, había matado la alegría del muchacho”.

  • la sencilla certeza, o la confusa verdad

Porque Mrs. Ramsay, mientras tejía para los hijos del farero sin perder de vista sus muchos hijos y sus muchas visitas, “lo sabía, sabía todo sin haber estudiado. Su sencillez acertaba donde los inteligentes se confundían. La singularidad de su mente, que le hacía caer directa, a plomo, como una piedra, que le hacía aterrizar con la precisión de un ave, le otorgaba de forma natural esta caída, este descenso en picado del espíritu sobre la certeza; un descenso que complacía, tranquilizaba e inspiraba confianza, quizá falsamente”.

  • Las verdades más profundas detrás del sinfín de tareas domésticas

Para Mrs Ramsay, el sonido del “monótono romper de las olas en la playa”, por lo general , mecía sus pensamientos, “pero otras veces, repentina e inesperadamente, en especial cuando su mente se elevaba por encima de la tarea que tuviera entre manos, no tenía un sentido tan grato, sino que era como un siniestro redoble de tambores que señalara sin piedad la caducidad de la vida, e hiciera pensar en la destrucción de la isla, a la que tragaba el mar, y que la avisara de esta forma, cuando el día se le había escurrido de las manos en medio de un sinfin de tareas, de que todo era efímero como un arco iris”.

  • La posibilidad (¡nada menos que eso!), ante la dureza de los hechos

El padre insistió: “No había ni la más pequeña posibilidad de ir al día siguiente al Faro”. La madre retrucó: “¿Cómo estaba tan seguro?, preguntó, a veces cambiaba el viento”. El se enfureció: “La extraordinaria irracionalidad de la observación y la estupidez de la mente femenina le enfurecían … ella desafiaba los hechos, y hacía concebir a sus hijos esperanzas vanas; peor aún: mentía. Dio una patada al escalón. «Maldita seas», dijo. Pero ¿qué es lo que había dicho? Sencillamente que mañana podría hacer bueno. Y podría”.

  • Optimismo abstracto, pesimismo concreto

Es que, pensaba ella mirando a sus hijos, “¿por qué tenían que crecer y perderse todo eso? Nunca volverían a ser tan felices. Y él se enfadaba. ¿Por qué esa opinión tan negativa de la vida?, decía él. No es sensato. Era raro, sí, pero ella pensaba que era verdad; pensaba que, con todo su pesimismo y desesperación, él era más feliz, y en general tenía más esperanza que ella. Quizá estaba menos expuesto a las preocupaciones humanas, quizá era eso. Él siempre podía refugiarse en el trabajo. No es que ella fuera «pesimista», como él decía. Sólo que pensaba en la vida, en la breve cinta que se desarrollaba ante sus ojos, en los cincuenta años. Estaba ante ella, esta vida”.

Acaso era otra cosa.

Acaso fuera que ella no podía admitir que él, con sus libros, su Filosofía, su seguridad excepto cuando decía sentirse inseguro para que ella le reconfirmara lo grande que era él, no fuera el más importante de los dos y ella insignificante a su lado.

Acaso fuera algo más.

Algo no con su marido, sino con los vecinos, los invitados, las otras personas: “que la necesitaran y la buscaran y la admiraran. ¿No era éste su más secreto deseo?”. Pero pasaba, solo como un malestar, como cuando se ofrecía amablemente a traerles algo del pueblo y no le pedían nada.

Acaso se tratara de una imposibilidad.

Pues “nada era sencillamente una sola cosa”. El Faro era y no era esa prohibición del padre. Era y no era el ojo parpadeante que iluminaba la noche. Era y no era la sencilla torre que ocupaba el torrero con su familia.

(¿Aunque, algo de todo esto importaba? “era un alivio cuando se iban a la cama. Porque ahora era cuando no tenía que pensar en nadie obligatoriamente. Podía ser ella misma, dedicarse a sí misma. Eso era precisamente lo que ahora necesitaba con tanta frecuencia: pensar; o quizá ni tan siquiera pensar. Estar en silencio, quedarse sola. Todo el ser y el hacer, expansivo y deslumbrante, se evaporaban; y se contraía, con una sensación de solemnidad, hasta ser una misma, un corazón de oscuridad en forma de cuña, algo invisible para los demás. Aunque siguió tejiendo, sentada con la espalda derecha, porque era así como se sentía a sí misma; y este yo, habiéndose desprendido de sus lazos, se sentía libre para participar en las más extrañas aventuras. Cuando la animación cedía unos momentos, el campo de la experiencia parecía ilimitado”.

Y así poder descansar. ¿De qué? De “su eterna antagonista: la vida.”).

Tal vez no. Tal vez nada de todo esto importaba. Después vino la muerte, la accidental y repentina, como la de Mrs Ramsay; la horrible tras un parto de una de sus hijas, Prue; la sangrienta en la guerra de uno de sus hijos, Andrew.

Y volvió a la casa vacía, ya todos los que quedan siendo otros de lo que fueron, una de las invitadas, la que pintaba en su habitación, Lily Briscoe, que antes, cuando veía a todos allí a todos, se preguntaba, “¿Qué pensar?, ¿cómo juzgar a las personas?, ¿qué pensar de ellas?, ¿cómo se sumaba esto y aquello para llegar al resultado de si una persona te gustaba o no?”. Y que ahora, queriendo volver a pintar, la preguntaba cambiaba: “¿Por dónde empezar?” Porque “la primera línea sobre el lienzo la comprometía a incontables riesgos, a decisiones con frecuencia irrevocables. Todo esto que parecía sencillo desde un punto de vista teórico, se convertía en algo muy complicado desde el punto de vista práctico; al igual que las olas ofrecerán un dibujo evidente a quien las contemple desde lo alto del acantilado, pero para el nadador que se mueva entre ellas serán valles profundos y crestas llenas de espuma”.

Tal vez sea en realidad la misma pregunta. ¿Qué pensar de los demás? Un problema teórico. ¿Qué representar? Un problema teórico. En esos contrastes entre Mr. y Mrs. Ramsay, ¿quién tenía razón? Otro problema teórico depende si miras desde lo alta del acantilado, o estás entre medio de las olas. Todos los que allí se reunían, y que nada en realidad parecía que los unía.

Pero esto tampoco importa. Tal vez, la única pregunta importante, la que se hacía ahora mirando hacia atrás, era una sola: “¿Qué sentido tiene la vida?”. Y esta no era una pregunta teórica, pero a la vez no tenía respuesta. Aunque sí era respondida: “Nunca se había producido la gran revelación. La gran revelación quizá no llegaría nunca. En su lugar había pequeños milagros cotidianos, iluminaciones, cerillas que de repente iluminaban la oscuridad … Mrs. Ramsay uniéndolos; Mrs. Ramsay diciendo: «Vida, detente aquí»; Mrs. Ramsay convirtiendo el momento en algo permanente”.

Una pregunta teórica. Que no tiene respuesta. Aunque sí es respondida.

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