La madre de Frankenstein, de Almudena Grandes

la madre de Frankenstein de Almudena Grandes

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La madre de Frankenstein, de Almudena Grandes

 

Después de la derrota de gestas y personajes heroicos, en esa España de los ’50, esa de temores y silencios, en la que el manicomio Sagrado Corazón de Ciempozuelos al que fue a parar el psiquiatra Germán Velázquez Martín, “era un modelo a escala de la sociedad a la que pertenecía, una miniatura patológica de un país enfermo”, el reformar la vida, en formas entreveradas e inesperadas, también tenía espacio.

Era una reforma de la vida que venía de los años ’30, pero por parte de las derechas, con una gesta eugenésica de supervivencia del más fuerte de la mano de Aurora Rodríguez Carballeira, paranoica con sus delirios de persecución y megalomanía, que mató de cuatro tiros a su hija Hildegart por no ser el resultado perfecto de regeneración de la especie que había esperado.

Encerrada en el manicomio reviviría aquella pretensión, en los ’50, también en miniatura. Primero, enseñando a leer y escribir, a conocer el mundo a través de libros y mapas, a la nieta del jardinero del Sagrado Corazón, María Castejón, arrancándola de su destino de lavar planchar y cocinar, al darle imaginar otra vida posible. No en los términos que Aurora pretendía.

Germán Velázquez Martín tenía también su parte en esta extraña re-edición de reformar la vida en un país que, aunque resulte otra vez extraño, lo hacía, pero a contrapelo de lo que esto significaba para los derrotados por Franco. Había vuelto del exilio para reformar la psiquiatría española con un nuevo tratamiento que permitía reducir los síntomas –reducir el sufrimiento- de los pacientes encerrados en los manicomios.

Y resultaría él reformado. Por una simple nieta de jardinero, simple asistente de Enfermería, simple criada en una casa de ricos de Madrid, y, sobre todo, con sencilla gratitud por lo que había aprendido de Aurora, no sólo leer y escribir, sino imaginar otra vida, la vida deseada, la que parecía imposible, y a pesar de esto, sostener con aplomo, su verdad de haber conocido todas estas posibilidades de parte de una asesina.

Y fue esta gratitud, fue este deseo de otra vida, fue este aplomo de sostener esta verdad, lo que significó para el destacado psiquiatra un “bálsamo más poderoso que la tristeza”.

Y así, entre la esperanza de German por sus pacientes, y la esperanza de María por otra vida, cultivaron las esperanzas “en un país radicalmente privado de ellas”.

Reformar la vida, en ese vaivén extraño entre los terrores megalómanos y el bálsamo de lo sencillo.

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