
A partir de
Histe(o)ricas, de Dana Hart
“El problema es el cansancio que no me deja respirar, que se apoya sobre mis hombros cuando miro, duermo, bebo, como y camino. Qué se le va a hacer. Es un monstruo un tanto gigante”, le dice Virginia Woolf a su psicoanalista.
Un consultorio que recibió allí también a Melanie Klein y a Simon de Beauvoir. Grandes figuras del feminimo, descargando allí sus pesares. ¿Pesares estas grandes mujeres? Casi osado solo pensarlo.
La psicoanalista se los permite, cuando enumerando al yo, al supero yo y el ello, distingue una ella, y permite el fluir de los pesares: “… y nuestra ella, suele tener una voz trágica, porque en ella repercuten todas las trabas, privaciones y traumas, sobre todo aquellos de nuestra infancia. Ella es la más impactada por el trauma. Por eso, ella te susurra al oído “eso se va a quemar”, “ese auto te va a atropellar”, “tengo el presentimiento de que hoy no voy a poder llegar a casa”, porque reproduce las inseguridades que el mundo patriarcal le ha instalado desde pequeña”.
Extramente, o no tanto, tiene que autorizar ese fluir. “¿Se puede extrañar una época que una nunca vivió? A veces siento que soy toda reminiscencia, toda reviviscencia, melancolía. Me despierto bien, o me despierto mal. Días buenos, días malos, sin razones. Como si no dependiera de mi esa decisión, como si el estado de ánimo fuese un elemento que me es totalmente ajeno, indomable. Mi ánimo es como la incontrolable gota de lluvia que cae sin abrigo en la madrugada. Fluye en mi cabeza cual nube negra, me percibo como una autómata de mi propio estado de ánimo”.
Simone de Beauvoir dejó su antiguo analista y llega a este mismo diván en el que estuvo Virginia (¿es eso posible?). “Hay muchas cosas que necesito discutir, analizar y reflexionar. Quisiera saber qué sigue, qué es lo próximo, tengo un profundo sentimiento de ansiedad. Muchas de mis contradicciones me invaden en los laberintos del pensamiento. Hay noches en las que sueño que lo asesino, tomo un cuchillo y se lo entierro tan profundo, que dejo de sentir ansiedad”.
Cuando Melanie Klein llega a ocupar el diván (¿fue posible esto?), después de dejar a Ferenzcy, su anterior analista, sus pesares eran muy otros: “El tamaño de su dolor no me era soportable en más del grado cero. Siempre supe que me iba a odiar. Todos me lo decían. Creo que es una verdad común, que dicen las personas siempre, aunque me desviviera por ella, aunque dejara todo por ella, pese a las noches en vela abrazándola, pese a las noches haciendo mamaderas, amantando cada tres horas, a esas noches de colchones mojados y llantos madrugados, me va a odiar”.
Virginia, disociación, creación, suicidio. Simone, acción política, una voz que emerge. Hermanos abusadores. Parejas autoritarias. Pares condenando el abandono de las hijas, el odio de las hijas. Limpiar baños en Paris. Sumergirse en un río en Londres. Un atropello en la calle, como si fueras transparente. Mucho de lo que sale en un diván, y que está allí, en la experiencia subterránea de las grandes mujeres. El rechazo y la atracción, la cólera y el deseo, el placer y la agresión.
“¿De qué se trata todo esto? ¿Será cierto que en los detalles está el diablo? O en los detalles está el Patriarcado”.