
Había incurrido en una paradoja plástica. “Las Sagradas Escrituras hablan de un niño que derriba a un gigante, mientras que Miguel Ángel vuelve del revés la historia bíblica, aboliendo su milagroso núcleo. El jovencillo se transforma con toda verosimilitud y conveniencia en un coloso.
Miguel Ángel esculpió a su joven héroe en la plenitud de su propia juventud, entre los veintiséis y veintinueve años. El llamado David es el primer autorretrato de su alma apasionada, severa, descontenta, combativa e impaciente. Ese David no es el pastor hebreo, no es el vencedor de Goliat, sino el monumento a la juventud victoriosa y triunfante. El Buonarroti sentía agitarse en su interior ese ímpetu de fermentos y tormentos, ese sueño de sobrepasar a todos, a los grandes del pasado y del presente, que late en el alma de los jóvenes generosos, de genio noble y dominador.
El cuerpo musculoso y armónico del gigante armado con piedras habla de perfección y de gallardía. El rostro resuelto, en el que la majestad de facciones contiene difícilmente la irritación, expresa la certidumbre de la victoria sobre todo y sobre todos.
Hay en Miguel Ángel el viril espíritu de un héroe que aspira a derrotar a todo posible competidor. Pero en la vida no era más que un artista tímido, taciturno y huraño que sólo en el arte podía revelar lo que se agitaba en su interior”.