
Primero vio una reproducción. “Vi a un hombre vestido con un gran manto rojo tocando tiernamente los hombros de un muchacho desaliñado que estaba arrodillado ante él. No podía apartar la mirada. Me sentí atraído por la intimidad que había entre las dos figuras, el cálido rojo del manto del hombre, el amarillo dorado de la túnica del muchacho, y la misteriosa luz que envolvía a ambos. Pero fueron sobre todo las manos, las manos del anciano, la manera como tocaban los hombros del muchacho, lo que me trasladó a un lugar donde nunca había estado antes”.
Fue después de un viaje largo, intenso, agotador. “Tras mi largo viaje, aquel tierno abrazo de padre e hijo expresaba todo lo que yo deseaba en aquel momento. De hecho, yo era el hijo agotado por los largos viajes; quería que me abrazaran; buscaba un hogar donde sentirme a salvo. Ya no era sino el hijo que vuelve a casa; y no quería ser otra cosa. Durante mucho tiempo había ido de un lado a otro: enfrentándome, suplicando, aconsejando y consolando. Ahora sólo quería descansar en un lugar que pudiera sentirlo mío, un lugar donde pudiera sentirme como en casa … Me había puesto en contacto con algo dentro de mí que reposa más allá de los altibajos de una vida atareada, algo que representa el anhelo progresivo del espíritu humano, el anhelo por el regreso final, por un sólido sentimiento de seguridad, por un hogar duradero”.
Después pudo ver el original, en el Hermitage en San Petersburgo. “Estaba maravillado por su majestuosa belleza. Su tamaño, mayor que el tamaño natural; sus abundantes rojos, marrones y amarillos; sus huecos sombreados y sus brillantes primero planos, pero sobre todo, el abrazo de padre e hijo envuelto de luz y rodeado de cuatro mirones”.
Pasaba el día, la luz se hacía más intensa y daba de lleno en el cuadro. “El abrazo del padre y el hijo se hizo más fuerte, más profundo, y los mirones participaban más directamente de aquel misterioso acontecimiento de reconciliación, perdón y cura interior. Poco a poco me fui dando cuenta de que había tantos cuadros del ‘Hijo pródigo’ como cambios de luz y me quedé durante largo rato fascinado por aquel gracioso baile de naturaleza y arte”.
Pasó el tiempo. “Desde mi visita al Hermitage, me hice más y más conciente de las cuatro figuras, dos mujeres y dos hombres, que estaban de pie rodeando el espacio luminoso donde el padre daba la bienvenida a su hijo. Su forma de mirar me hacía preguntarme qué pensarían o sentirían sobre lo que estaban viendo. Aquellos mirones o espectadores daban pie a todo tipo de interpretaciones … Las dos mujeres de pie a diferentes distancias detrás del padre, el hombre sentado con la mirada perdida en el vacío, y el otro alto, de pie, erguido, contemplando con mirada crítica el acontecimiento, todos ellos representan distintas formas de no compromiso. Vemos indiferencia, curiosidad, un soñar despierto, una observación atenta; alguno mira fijamente, otro contempla, otro observa sin fijar la mirada y otro simplemente mira; uno está de pie al fondo, otro se apoya en un arco, otro está sentado con los brazos cruzados o de pie con las manos juntas una sobre otra. Cada una de estas posturas me es muy familiar. Algunas son más cómodas que otras, pero todas ellas son formas de no comprometerse”.
“Todo empezó con las manos. Son algo diferentes una de la otra. La izquierda, sobre el hombro del hijo, es fuerte y musculosa. Los dedos están separados y cubren gran parte del hombro y de la espalda del hijo. Veo cierta presión, sobre todo en el pulgar. Esta mano no sólo toca sino que también sostiene con su fuerza. Aunque la mano izquierda toca al hijo con gran ternura, no deja de tener firmeza.
¡Qué diferente es la mano derecha! Esta mano so sujeta ni sostiene. Es fina, suave y muy tierna. Los dedos están cerrados y son muy elegantes. Se apoyan tiernamente sobre el hombro del hijo menor. Quiere acariciar, mimar, consolar y confortar. Es la mano de una madre”.
(Y agrego, aunque tal vez sea solo una proximidad exterior, esta canción que no podía dejar de recordar:)
Maravillosa obra de arte
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Rapsodia: un ensamble acertadisimo entre Nowen/Rembrandt y la Negra Sosa. Hay quienes piensan la parabola de El hijo prodigo como parabola de El padre misericordioso
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