
El Destino en Oates, Grossman, Milton, Eurípides, See, Borges, Follet, Padura
Acompaña el destino como una sombra a la humanidad. Mejor dicho, a cada persona, individualmente. Generalmente fatal. Ocasionalmente bendito. Siempre silenciosamente presente. Hasta que eclosiona. Castigador.
Hijo de la desesperanza en las épocas desesperadas del mundo, y que cada persona atraviesa siempre en distintos momentos de su vida, reina sin rival allí. Aunque acompaña también en épocas más optimistas. Siempre una restricción. Acaso el otro nombre del mundo.
Otro personaje en el gran teatro del mundo, está en tantos autores, en tantas épocas distintas. Se presenta de dos modos. Uno, aquello que la humanidad, cada persona, debe enfrentar, y vencer o ser vencido; ¿pero, cómo, si es que fuera realmente posible? El otro, aquello que está escrito para cada persona, sea una fatalidad o una bendición; ¿pero, podemos saber, podemos leer, que es lo que el destino ha fijado para nosotros?
Enfrentar, vencer o ser vencido
A veces, con ingenuidad. La Lou Lou de Joyce Carol Oates hija del egocéntrico padre Premio Nobel de Literatura se siente amenazada en su lugar de hija preferida por la nueva amante del padre. “Era razonable pensar (bueno, era todo menos razonable) que si era una buena persona, el Destino me recompensaría en vez de castigarme”.
A veces con impotencia, que deja apenas un amargo consuelo. Fue, para Vasili Grossman que el destino irrumpe con fuerza, en la época de la guerra de Stalingrado. Del campo de concentración stalinista. del campo de concentración nazi. De la Gestapo, de la burocracia stalinista, del totalitarismo: “Cada época crea un Dios a su propia semejanza. Los órganos de seguridad son razonables y poderosos, dominan al hombre del siglo XX”. En esta terrible época. “Aunque ninguno de ellos pueda decir qué les espera, aunque sepan que en una época tan terrible el ser humano no es ya forjador de su propia felicidad y que sólo el destino tiene el poder de indultar y castigar, de ensalzar en la gloria y hundir en la miseria, de convertir a un hombre en polvo de un campo penitenciario, sin embargo, ni el destino ni la historia ni la ira del Estado ni la gloria o la infamia de la batalla tienen poder para transformar a los que llevan por nombre seres humanos. Fuera lo que fuese lo que les depara el futuro -la fama por su trabajo o la soledad, la miseria y la desesperación, la muerte y la ejecución-, ellos vivirían como seres humanos, y lo mismo para aquellos que yan han muerto, y sólo en eso consiste la victoria amarga y eterna del hombre sobre las fuerzas grandiosas e inhumanas que hubo y habrá en el mundo”.
A veces, la inutilidad de la acción. Como el Aquiles de Borges advirtiéndole la inutilidad de la defensa de la ciudad cercada. “Aquiles sabe que su destino es morir antes de la victoria”. Lo cantarán Homero; y Yeats.
A veces con insolencia, pero de esa que no encuentra una salida. “Yo podré ir al infierno, pero un Dios semejante no tendrá nunca mi respeto”, decía Milton sobre la doctrina de la predestinación.
A veces creyendo que cada cual tendrá lo que se merezca, como lo espera Eurípides para griegos y troyanos. “Dice un antiguo adagio que ha mucho tiempo que corre entre los hombres: ‘… la buena fortuna tiene por descendencia un mal sin remedio’. Otro es sin embargo mi sentir: La impiedad engendra posteridad numerosa; pero toda de su raza. Engendrar dicha es sino de la casa del justo … la justicia a cada cual le da siempre el fin merecido”.
A veces, el castigo que lo acompaña, el sueño de lo que no fue. Como Pearl y May de Lisa See. “Me digo que el destino es inevitable y que lo único seguro es la muerte, pero me pregunto por qué el destino tiene que ser tan trágico. Los chinos creemos que podemos hacer muchas cosas para mejorarlo: coser amuletos en la ropa de nuestros hijos, pedir ayuda a los maestros de feng shui para escoger fechas propicias y confiar en la astrología para que nos diga si debemos casarnos con una Rata, un Gallo o un Caballo. Pero, ¿dónde está mi fortuna, el bien que se supone que ha de llegar en forma de felicidad?”. El destino. “Todavía llevamos dentro los sueños de lo que podría haber sido, de lo que debería haber sido, de lo que desearíamos que todavía pudiera ser”. El destino. “Lo único que podemos hacer es cumplir lo que nos marca el destino. Eso es, en suma, nuestra bendición y nuestro tormento”.
Lo que está escrito
Pero, ¿podemos acaso realmente leer lo que sea que sea que esté escrito para nosotros?
¿Sea que creamos en el destino con la ingenuidad de Lou Lou, con la amarga impotencia de Vasili Grossman, con el escepticismo ante la acción humana de Borges, con la insolencia de Milton, con la resignación consoladora de Eurípides, con el castigo de añorar el sueño que no fue de Pearl?
¿Podemos pretenderlo?
Difícilmente podamos leer lo que tenga para decirnos.
Eurípides no puede repartir mal y bien en unas casas y otras: la casa de Agamenon tiene el honor de acompañar fraternalmente a su hermano Menelao y vencer en Troya, a la vez que cargar con el crimen de Atreo su padre y el propio contra Ifigenia su hija. Vasili Grossman conocerá la paz que siguió a los campos de concentración y la guerra, pero será amarga. Milton hablará con insolencia para crear un canto que es un elogio al mismo Dios. El Aquiles de Borges esperaba más que ver la victoria, vencer en la batalla.
A Lou Lou, el Destino la compensaría, sí. Aunque no como lo imaginaba cuando se lo preguntó: tras la muerte del padre, la última rival pasaría a ser su amiga, otra hija de su padre, y su propia amante.
A Pearl, ya con 41 años, en un momento crucial de su vida, se le presenta una posibilidad, un deseo, ir tras su hija, volver a China tras ella, y así saber que “si es cierto que hay cosas que están escritas y que algunas personas son más afortunadas que otras, también he de creer que todavía no he hallado mi destino”.
Podrá haber, que creamos que hay, un Destino que cumplir, que rija a cada persona, pero no será el que padeciéndolo parece condenarnos, o el que gozándolo parece bendecirnos. Parece ir nuestra vida en una dirección para después, repentinamente, sin aviso previo, tomar otro rumbo; perdida toda esperanza, renace; apaciblemente esperando siga su curso, se torna tormentosa. Acaso no haya un Destino, sino muchas vidas dentro de una sola vida, pasando de la rivalidad al amor, como Lou Lou; del dolor de los sueños imposibles a un nuevo comienzo, como Pearl.
Aunque, siempre, todo lo que hacemos depende de cada cual, y al mismo tiempo, todo lo que hacemos inexorablemente se escapa, se aleja, de toda decisión, de todo obrar, para retornar y volver a perderse, una y otra vez. Acaso esto sea lo que llamamos Destino. Que, al contrario de lo que le atribuimos: que todo está decretado inexorablemente, nada está escrito, ni siquiera por nuestra propia mano. Puede ser el Destino, el lamento de la ilusión de control sobre nuestras propias vidas.
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[Y otras posibilidades, otras variantes, que iremos agregando].
Si el destino en la literatura se presenta de dos modos, uno, aquello que la humanidad, cada persona, debe enfrentar, y vencer o ser vencido; el otro, aquello que está escrito para cada persona, sea una fatalidad o una bendición; está también, dentro de esta última, el cómo se produce, ¿qué puede querer decir que algo está escrito para alguien?

Para un individuo, que nadie te pregunte lo que ha de ser de ti. Aliena, la joven hija del conde Bartholomew y su hermano Richard, sufren mil calamidades, padecimientos, violencias, humillaciones, tras la caída de su padre por conspirar contra el rey y tras, sobre todo, la terrible venganza de los Hamleigh. Logran visitar a su padre en la prisión en sus últimos días de vida. El padre, orgulloso, les hace jurar que recuperarán el condado de Shiring, el título y las tierras. “Aliena se sintió abrumada. De modo que ése sería su sino. Richard vengaría a su padre y ella cuidaría de Richard. Para ella sería también una misión de venganza, ya que si Richard llegara a ser conde, William Hamleigh perdería su herencia. Por su mente pasó la idea fugaz de que nadie le había preguntado jamás cómo quería que fuera su vida, pero aquel pensamiento absurdo se esfumó al momento. Ese era su destino y era como debía ser. No es que se mostrara poco dispuesta, peor sabía que aquél era un momento decisivo y tenía la impresión de que detrás de ella se iban cerrando puertas y que el sendero de su vida se estaba definiendo de manera irrevocable”.

Para un individuo, la pregunta terrible: cuánto de fatalidad, y peor, con ella entrelazada, cuánto de nuestras propias decisiones. El policía Arturo Saborit Amargó, de Leonardo Padura, ahora, mirando hacia atrás, lo piensa y repiensa, aunque “mucha gente no lo piensa ni siquiera una vez en toda su puñetera vida. O bien porque no les importa, o porque no tienen cerebro para hacerlo, o porque esa misma vida suya (casi siempre una vida de mierda) no se lo permite, por muchas razones. Cuando más, las personas llegan a decirse que han tenido buena o mala o ninguna suerte, como si solo se tratase de una lotería, de una coyuntura o de una fatalidad inapelables. A veces, si acaso, se atreven a hacerse alguna pregunta: ¿por qué yo?, ¿por qué a mí?
Lo cierto es que uno de los ejercicios más complejos y pletóricos de extrañas interrogaciones, resulta el intento de establecer cómo se construye la vida de un hombre. Intentar entender por qué motivos o decisiones alguien acaba siendo lo que es cuando nunca pensó llegar a ser lo que terminaría siendo, cuáles fueron las causas, descubrimientos, encuentros, casualidades, cuáles los giros imprevistos que encauzaron o desviaron una existencia, todas esas cuestiones tal vez pueden revelar lo imprevisible que es el hecho de vivir, incluso, la manera de morir de una persona. Perdón. Si introduzco en esta historia una vulgar descarga de filosofía barata, casi de cantina y plagada de lugares comunes, no es porque me atreva a pensar que soy capaz de llegar a cualquier conclusión más o menos definitiva al respecto. En este momento, solo anoto unas cuantas certezas, bastante elementales, porque desde hace tiempo me obsesiona tratar de entender cómo fue que llegué a ser lo que fui -en realidad lo que soy- y si el hecho de tener una más clara conciencia de determinados actos y de sus consecuencias hubiera alterado lo esencial de mi vida”.

Para un individuo, el amparo, o la excusa, o la exculpación del que se sabe culpable. Rebeca, judía hija de Isaac de York, enfrentando a su verdugo el caballero templario Brian Guise- Boise, en el Ivanhoe de Walter Scott, cuando la chantajea diciendo que o acepta su amor y huyen juntos a Palestina o deberá morir en la hoguera templaria de su superior, a la vez lamentando el chantaje violento que le infiere se lamenta de que “tú y yo no somos más que los instrumentos de alguna terrible fatalidad”, y ella, noble, inteligente, orgullosa, lo rechaza: “los hombres culpan al destino de lo que sólo es el resultado de sus propias pasiones salvajes”.