
A partir de
Soy Charlotte Simmons, de Tom Wolfe
Todos tenemos algún secreto dolor que, de dominarnos, puede derribarnos.
Aún aquellos privilegiados que ingresan a una de las más prestigiosas universidades de Estados Unidos, como la Universidad de Dupont.
Para unos, la elite, “un campo de recreo” con sexo y alcohol; un pase hacia la NBA para los “estudiantes deportistas” que lo que más quieren es no parecerse al estudiante común, el estudiante universitario, y que sólo buscan, como Jojo, asegurar sus calificaciones para poder jugar el campeonato, ayudados por monitores, como Adam, que les hacen sus trabajos, o por profesores que hace la vista gorda; un tránsito, también, hacia los bancos de inversiones, donde trabajan sus padres, destinados para los estudiantes ricos, como Vance, o que no lo son pero de algún modo se acoplaron en sus hermandades, como Hoyt en la hermandad Saint Ray. Las hermandades, para ellos su verdadera escuela, en las que buscan “hacer de ti un hombre que destacaba de la horda común y corriente de estudiantes universitarios estadounidenses”, sabiendo que “si Estados Unidos tuviera que volver a entrar en guerra a luchar por el destino del país, y no solo a una mera ‘acción policial’, los mandos sólo saldrían de un lugar, al margen de las academias militares: las hermandades”.
Para los otros, la “horda común”, aquellos que, llegados de los pueblos, de, por ejemplo, las montañas de Carolina, del pueblito de Sparta, como Charlotte Simmons, era la universidad una ilusión y una desilusión. La de la hipocresía de la prohibición del alcohol, y el descontrol del alcohol. La de cursos diseñados sólo para aprobar y así mantener a sus estrellas deportivas. La de los grandes y poderosos que pasaron por sus aulas y hoy, como el Gobernador de California, tiene sexo oral secretamente una noche en un bosquecillo del campus, con jóvenes estudiantes. La del desprecio que sufren por parte de quienes tienen su futuro asegurado. La de encontrar un ambiente sórdido y vulgar, como el de su pueblo, del que quería alejarse, para volver a encontrárselo allí.
¿Y cómo hacer equilibrio entre la ilusión y la desilusión si descubrirá que sus secretos dolores se le impusieron? Secretos dolores, que pueden parecer paradojicos: Charlotte, que lee a Flaubert en francés, que destaca en la clase de Neurociencias del profesor y Premio Nobel Starling, intelectual, recta, pura, virginal, rechazada, temida, admirada, deseada, y sola. Pero, secreto dolor, paradójico porque todo eso, aun allí, aun en ese templo del saber, de poco vale. Ay! su virginidad, su temor al sexo. Charlotte, invisible para su compañera de habitación y sus amigas. Charlotte, su culpa por destacarse entre sus compañeros. Charlotte, su soledad. Charlotte, su autocompasión.
Y todo esto -cinismo, hipocresía, crueldad- allí, justo alli, “en Dupont, al otro lado de las montañas. En el jardín de Atenea, diosa de la sabiduría, donde se supone que se llega muy lejos”.
En medio de todo esto, decirse, como le decía su mamá, “soy Charlotte Simmons”, de una inteligencia sin parangón que la hará llegar lejos, más lejos que todos, creía que era la fuerza en la que se sostenía, creía que era la barra para hacer equilibrio. O lo era realmente, hasta llegar aquí.
Hasta que acepta ir al baile de graduación de la hermandad con Hoyt y sus amigos y sus chicas, y emborracharse y tener sexo y creer que él la miraba de una manera especial para despreciarla después en la cama y contarle todo a todos. Volvió de allí derrotada, deprimida. Llegan las vacaciones, vuelve a su casa, la reciben con amor y admiración, pero una amiga de la familia, la sra. Thoms conoce a alguien de Dupont, seguro sabe todo esto. Se ensimisma. Vuelve a Dupont, habla con Adam: “¿has hecho algo tan horripilante que se haya convertido en…? ¿Algo que te haga sentir una vergüenza tremenda cada vez que lo piensas, y eso que lo piensas siempre, a todas horas?”. El la apoya, la alienta, ella se repone. “Soy Charlotte Simmons” resuena otra vez en su cabeza. Pero ahora, esta declaración, este argumento, cambió de signo: “qué engaño tan patético, tan endeble, qué forma de convencerse de lo que no era”.
¿O sí? Al rechazarlo, al rechazar esa afirmación de sí misma, rechazó sus aspiraciones, se rechazó a sí misma. Arrojó la barra de equilibrio que realmente la afirmaba.
Se puso de novia con el superestrella de deportes de la universidad, Jojo. Corea su nombre en el estadio. Había unido “su voz a la de la multitud”.
(Ediciones B. Traducción de Eduardo Iriarte y Carlos Mayor)