Píldoras de la crítica. Hölderlin, el alto poeta sin dotes poéticas. Stefan Zweig

Píldoras de la crítica. Hölderlin, el alto poeta sin dotes poéticas. Stefan Zweig

(Apenas un breve extracto para pensar, sin hacer crítica de la crítica, ni hacerse parte de entreveros, ni tener que recorrer estos caminos)

“Para la misión heroica que se ha asignado, Hölderlin cuenta -¿por qué negarlo?- con muy pocos dones poéticos. Nada, ni en la aptitud ni en la actividad de ese joven de veinte años, anuncia una verdadera personalidad. La forma de sus primeras poesías, hasta las imágenes aisladas y aun las frases mismas, son de una semejanza casi ilícita con las poesías de los maestros de sus años juveniles de Tubinga, con las odas de Klopstock, con los sonoros himnos de Schiller y con la prosodia alemana de Ossian. Sus motivos poéticos son pobres; sólo la fogosidad juvenil con que los va repitiendo puede disimular la estrechez de horizontes. Su fantasía marcha por un mundo vago, sin figuras: los dioses, el parnaso y la patria forman el eterno círculo de sus ensueños. Las palabras mismas, y los epítetos «celeste» y «divino», se repiten con molesta monotonía. Su pensamiento propio está también sin desarrollar; depende enteramente de Schiller y de las tinieblas; punzan algunas frases misteriosas, como pronunciadas por un vidente, que no provienen de su propio espíritu, sino del espíritu del Universo. Faltan en sus poesías incluso las huellas de los elementos fundamentales de toda creación literaria; es decir: visión del mundo sensible, humor, conocimiento de los hombres, en fin, todo lo que procede de lo humano; y como Hölderlin renuncia siempre a mezclarse con la realidad, ese estado de ceguera para las cosas del mundo llega a convertirse en un sueño absoluto y en una visión irreal de un mundo formado únicamente de idealismo. La sustancia de su poesía está privada de sal y de pan, falta en ella todo colorido y así resulta algo etéreo, transparente a ingrávido, que ni aun los años de infortunio logran teñir de una sombra mística ni darle más que un misterioso soplo como de presentimiento. Su capacidad productiva es, al mismo tiempo, escasa, está como entorpecida por una debilidad en el sentimiento, por la melancolía o por un desarreglo nervioso. Junto a esa plenitud sabrosa de Goethe -cuyas poesías están llenas de fuerza y de jugos vitales-, junto a ese campo fértil, trabajado por mano fuerte, junto a esa tierra que parece absorber toda la fuerza del Sol y de los elementos, el campo poético de Hölderlin aparece pobre en extremo. Tal vez nunca, en la historia literaria de Alemania, haya habido un poeta tan grande con menos dotes poéticas. Su «material» era insuficiente; el todo era su ejecución, como se dice de los cantantes. Era más débil que cualquier otro, pero su alma creció alimentada por un mundo superior. Sus dotes pesaban poco, pero su expansión era infinita. El genio de Hölderlin no era, en fin, genio de arte, sino milagro de pureza. Su genio era el entusiasmo, el impulso invisible.

Pero el talento poético de Hölderlin no puede ser medido, filosóficamente hablando, ni por su longitud ni por su profundidad. Hölderlin es un fenómeno de intensidad. Su figura poética es mezquina comparada con la de Goethe o la de Schiller, que fueron todo fuerza arrolladora. Junto a esas dos figuras, Hölderlin es tan débil y humilde como lo fue san Francisco de Asís junto a las torres gigantescas de la Iglesia de la Edad Media que se llamaron santo Tomás de Aquino, san Bernardo o san Ignacio de Loyola. Como san Francisco, Hölderlin no tiene más que aquella ternura angélica y transparente, aquel sentimiento extático de la fraternidad, pero también tiene aquella enorme fuerza franciscana: la fuerza de la dulzura y del entusiasmo y el impulso del éxtasis que nos eleva por encima de nuestra mezquina esfera.

Como el santo de Asís, Hölderlin llega a ser un artista sin arte; y no artista por fe evangélica en un mundo superior, sino por un gesto heroico de renuncia como el de san Francisco en la plaza del mercado de Asís.

Lo que predestina a Hölderlin para la poesía no es, pues, una fuerza parcial o un talento literario cualquiera, sino que es la facultad de concentrar toda su alma en el éxtasis, todo su ser en un estado de exaltación: esa fuerza que ha de arrebatarlo del mundo para arrojarlo al Infinito. La poesía de Hölderlin no afluye de su sangre o de sus nervios, de su savia interior o de circunstancias personales, sino que brota de un entusiasmo innato y espasmódico y de su anhelo por un mundo inaccesible. Para él, no hay un asunto especial que le inspire particularmente, pues ve con ojos poéticos todo el Universo y no vive su vida más que poéticamente. El mundo se le aparece como una inmensa poesía épica y gigantesca; lo que toma para plasmarlo con sus manos se vuelve inmediatamente épico: sea paisaje, río, hombre o sentimiento. El Éter es para él su padre, como san Francisco se sentía hermano del Sol. La roca o la fuente se le presentan, igual que a los griegos, como unos labios que exhalan una melodía cautiva. Las cosas más prosaicas que él convierte en armoniosas palabras, se transforman enseguida en parte de aquel mundo platónico; se hacen transparentes y vibran en dulce melodía de luz por la fuerza de un lenguaje que no tiene nada en común con el corriente si no es la forma de los vocablos. Las palabras que usa tienen un brillo nuevo, como el que el rocío sabe dar a una pradera, un brillo libre de todo aspecto terrenal. Ni antes ni después de Hölderlin ha habido jamás en Alemania poesía tan alada, tan ingrávida, tan como un vuelo de pájaro; nunca el mundo fue mirado desde tanta altura, desde una altura como la que quiere alcanzar Hölderlin llevado por su fogoso entusiasmo. Por eso, en su poesía, aparecen todos los seres como vistos a través de un sueño, misteriosamente libres de la fuerza de la gravedad, como si fueran almas. Nunca Hölderlin (y en ello está su grandeza, al mismo tiempo que su limitación), nunca ha aprendido a mirar el mundo tal como el mundo es. Sólo lo ha cantado. No llegó a ser un sabio, sino un soñador, un fanático. Pero ese desconocimiento de lo real es lo que creó en él la más alta magia: que es aspirar siempre a la pureza absoluta, bañar la realidad en la luz de otras esferas y soñarla siempre, sin tocarla nunca con torpe mano al contemplarla con su corazón puro”.

[Hasta que, “las estrellas de su vida han caído: Schiller y Diotima”, entonces, “ahora, completamente solo, en la oscuridad, eleva su canto de ruiseñor, canto que perdurará siempre, mientras perdure la lengua alemana. Desde ahora, todo lo que crea Hölderlin, templado y endurecido por el dolor, todo lo que crea desde este punto culminante que separa el éxtasis de la caída, está ya ungido por el genio; ahora su obra ya es una obra acabada. Ha saltado ya la cáscara, la envoltura que ocultaba la verdadera esencia de su ser, y ahora corre libremente la verdadera melodía del canto incomparable de su sino. Entonces nace ese magnífico triple acorde de su vida: la poesía de Hölderlin, la novela de Hyperion y la tragedia de Empédocles, esas tres variantes de su apogeo y de su caída”.

Y, en un “corto espacio de tiempo encierra un infinito: Hyperion, Empédocles y las Poesías se han salvado, y llegará a nosotros ese triple canto del genio”.

Pero lo interesante aquí es esa unidad contrastante entre un poeta sin altas dotes poéticas dando una alta poesía].

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