





“… Iban llegando los cerdos al fin de su viaje; en medio de cada uno de ambos espacios se hallaba en pie un negro, alto y vigoroso, con el pecho y los brazos desnudos. En aquel momento los negros descansaban, porque la rueda estaba detenida mientras otros obreros la limpiaban. Sin embargo, al cabo de uno o dos minutos empezó a girar lentamente, y los negros de uno y otro lado reanudaron su trabajo. Cada uno de ellos tenía a mano cadenas que aseguraban por un extremo a una pata trasera del puerco que tenían más cerca, y que enganchaban por el otro extremo a uno de los anillos de la rueda. Cuando ésta giraba, el animal era violentamente arrastrado y quedaba suspendido en el aire cabeza abajo. Al mismo tiempo, un grito de angustia, un gruñido intenso y terrible atronaba los oídos; los visitantes se estremecían de espanto; las mujeres palidecían y trataban de retroceder. Al primer clamor del animal seguía otro aún más angustioso, más fuerte y más continuado; porque, una vez en aquel camino de muerte, el cerdo ya no paraba hasta perecer. Cuando el anillo adonde estaba enganchado llegaba, por el movimiento de rotación de la rueda, a lo más alto de ésta, pasaba a un trole y el animal, oscilando cabeza abajo como un péndulo, marchaba colgando del cable movible a lo largo de la cámara. En seguida, otro cerdo era enganchado y suspendido del mismo modo, y luego otro, y otro, hasta formar una doble fila, todos colgando de una pata trasera, pataleando y gruñendo desesperadamente. El ruido resultante era tremendo, aterrador y capaz de romper los tímpanos de los visitantes. Parecía que la sala no era suficiente para resistir tal estruendo, y que techo y muros se iban a venir abajo. Se percibía toda clase de gruñidos, unos agudísimos, otros graves y sordos, todos alaridos de agonía. De cuando en cuando había un momento como de calma, pero en seguida se reproducía el fragor aun más horripilante. Esto era demasiado para algunos de los concurrentes. Los hombres se miraban unos a otros y reían nerviosamente para ocultar su impresión; las mujeres crispaban las manos, cambiaban de color y no podían contener las lágrimas. Entretanto, los obreros allí empleados, sin detenerse ante estas cosas, continuaban su trabajo. Ni los alaridos de los cerdos, ni las exclamaciones y lágrimas de los visitantes les preocupaban en lo más mínimo. Uno por uno, los animales colgados, conforme iban pasando delante de ellos, recibían una rápida y tremenda cuchillada que les abría el pecho; manando sangre y gruñendo y pataleando todavía, continuaban marchando arrastrados por el cable movible hasta que caían sumergidos de un golpe, y los más de ellos aún en el estertor de la agonía, en un inmenso tanque de agua hirviendo. Todo esto se hacía tan metódica y maquinalmente que el espectador, en medio del horror que experimentaba, quedaba fascinado. Era aquello una matanza a máquina y la preparación de cerdos por medio de matemática aplicada. Y, sin embargo, aun las personas menos sensibles no dejaban de pensar en los pobres cerdos. ¡Eran estos tan inocentes, habían llegado allí tan confiados, eran tan humanas sus protestas y tenían tanta razón en ellas! En verdad, los pobres animales no habían hecho nada para merecer tal fin; era añadir el insulto a la injuria engancharlos, colgarlos y degollarlos con tal sangre fría, sin mostrar por ellos la menor compasión, sin la menor excusa y sin el homenaje de una lágrima. De cuando en cuando, alguno de los visitantes lloraba, pero la máquina de matar continuaba funcionando, hubiera o no espectadores. Era aquello como un horrible crimen cometido en una mazmorra y sepultado después en el olvido. No se podía contemplar largo tiempo esta escena sin sentirse inclinado a filosofar, sin empezar a encontrar símbolos y semejanzas, sin oír el alarido universal de toda la especie porcina. ¿Era posible creer que en ninguna parte de la tierra, o más allá de la tierra, no haya un paraíso para los puercos, donde vean recompensados todos sus sufrimientos? Cada uno de estos pobres animales era una criatura completa, un ser sensible. Los había blancos, negros, pardos y manchados; unos eran viejos, otros jóvenes; unos grandes y delgados, cuales monstruos por lo gordos. Y todos y cada uno tenían una individualidad, una voluntad y esperanzas y deseos; cada uno de ellos estaba en la plenitud de la confianza en sí mismo, de su importancia y de su dignidad. Confiados y tranquilos seguían su camino e iban cumpliendo su misión, en tanto que una sombra negra los amenazaba y un destino horrible les aguardaba al paso. De repente, aquella sombra se lanzaba sobre ellos y los amarraba; inexorable, implacable, sorda a sus alaridos y protestas, ejercía sobre ellos su cruel voluntad, como si los deseos, los sentimientos de aquellos seres no existiesen en absoluto. Y los degollaba y contemplaba inalterable mientras de ellos se escapaba la vida”. (Upton Sinclair, La jungla).
Es el horror.
Y como todo, viene con sus consecuencias, admoniciones, esperanzas acaso.
- “No tiene la menor importancia matar a un hombre en el barrio situado a espaldas de los Stocks-Yards, en donde todos han tomado tal costumbre de matar animales, que no pueden menos de ejercitarla un poco sobre sus amigos y hasta, si llega el caso, sobre sus padres. Hay que felicitarse de que el progreso de los métodos modernos haya limitado a un pequeño número de hombres la función penosa y necesaria de matar para todo el resto del mundo civilizado”. Upton Sinclair
- “Recuerde que seremos juzgados según nos comportamos con nuestros semejantes, ya se trate de seres humanos o de animales”. Anna Sewell