Orestes, de Eurípides

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Orestes, de Eurípides

No es, Orestes, tu locura tu padecimiento.

Locura de matricida con las monstruosas Erinias acosándole por haber dado muerte, junto a Electra su hermana y Pílades su amigo, a Clitemnestra su madre quien es culpable de haber dado muerte a su marido Agamemnon, padre de los criminales hermanos; culpable, para más culpas, de haber yacido con Egisto mientras el marido combatía en Troya.

Y no se trata, Tíndaro, padre frío pensando en la ciudad con la sangre aun tibia de su hija Clitemnestra, un asunto de reglas, como acusa a Orestes. “Si todos saben lo que es bueno y lo que es malo, ¿hubo jamás un hombre más insensato que este? No puso él sus ojos en la justicia. No acudió a las leyes normales de los griegos. Porque, cuando Agamemnon cayó rindiendo su vida, herido por mi hija en su propia cabeza -¡maldita acción que yo aprobar no puedo!- él tenía el deber de acusarla, de exigir su castigo, de acuerdo con las reglas de la judicatura. Debía pedir justicia y expulsar a su madre del hogar. ¡Qué fama de discreto habría logrado de sus mismas desdichas! Legal y pío a un tiempo. Pero no. El vio el delito de su madre, criminal ciertamente, y él también se convirtió en criminal”.

No, no es la locura que lo acosa y asusta. Es, Orestes, la causa de tus males, la defensa de un crimen. “Estoy abogando en defensa de un crimen”.

Se defiende. Defiende su crimen. “¿Maldito soy porque maté a mi madre? ¡Tengo otro nombre: Bendito soy porque vengué a mi padre! ¿Qué me quedaba por hacer? Razones hay por un lado y otro. Mi padre me engendró: tu hija nutrió mi vida. ¡Ella sólo fue el surco que acogió la semilla que le daba otro! ¿Sin padre hay hijos? Y pensé entonces yo que el que es origen de mi vida tenía derecho de primacía, mucho más que aquella que solo me había nutrido”.

Pero, ¿cuál es el crimen? El del castigo y la violencia contra la mujer en una sociedad de hombres que se erigía con violencia sobre una ya entonces antigua sociedad de mujeres: nos explica Orestes: “Oye ahora los beneficios que yo he hecho en favor de toda Grecia: Si llegaran las mujeres a tal audacia que cada una, a su placer, pudiera matar a sus maridos, y luego refugiarse en el amparo de sus hijos, mostrándoles el seno, embaucándolos con tiernas palabras, ¡se acabó! Por cualquier pretexto una mujer de Grecia podría matar a su esposo”.

Ese violento sometimiento de la mujer era aún frágil: El Consejo de Argos decide que Orestes y Electra deben morir. Menelao, su tío, hermano de Agamemnon, no los defiende como esperaban.

No se detienen entonces: Deciden agregar crímenes al crimen, siempre contra las mujeres: matar a Helena, esposa de Menelao; amenazar de muerte a Hermíone su hija, si Menelao no obtiene el indulto del Consejo. “Antes de morir, he de acabar con mis adversarios”, decide Orestes.

De todos modos se lamenta: “¡Una a otra se suceden las desgracias en el correr interminable del tiempo: la vida de los hombres, toda cuanta es, es vanidad y sombra!”. Es que, al menos en sus manos, nada parece valer la vida, empezando por la vida de las mujeres.

No, no es, Orestes, tu locura. Es orgullosa defensa del crimen contra las mujeres.

 (Editorial Porrúa. Versión directa del griego con una Introducción de Angel Ma. Garibay K.)

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