ARTE Y LITERATURA. Coatlicue. Octavio Paz

“La Coatlicue mayor nos sorprende no sólo por sus dimensiones -dos metros y medio y dos toneladas de peso- sino por ser un concepto petrificado. Si el concepto es terrible -la tierra, para crear, devora- la expresión que lo manifiesta es enigmática: cada atributo de la divinidad -colmillos, lengua bífida, serpientes, cráneos, manos cortadas- está representado de una manera realista, pero el conjunto es una abstracción. La Coatlicue es, simultáneamente, una charada, un silogismo y una presencia que condensa un ‘misterio tremendo’. Los atributos realistas se asocian conforme a una sintaxis sagrada y la frase que resulta es una metáfora que conjuga los tres tiempos y las cuatro direcciones. Un cubo de piedra que es asimismo una metafísica. Cierto, el peligro de este arte es la falta de humor, la pedantería del teólogo sanguinario. (Los teólogos sostienen, en todas las religiones, relaciones íntimas con los verdugos). Al mismo tiempo, ¿cómo no ver en este rigor una doble lealtad a la idea y a la materia en que se manifiesta: piedra, barro, hueso, madera, plumas, metal? La ‘petricidad’ de la escultura mexicana que tanto admira Henry Moore es la otra cara de su no menos admirable rigor conceptual. Fusión de la materia y el sentido: la piedra dice, es idea; y la idea se vuelve piedra”.

Una comparación inesperada:

“La Coatlicue es una obra de teólogos sanguinarios: pedantería y ferocidad. En este sentido es plenamente moderna pues también ahora construimos objetos híbridos que, como ella, son meras yuxtaposiciones de elementos y formas. Esta tendencia, hoy triunfante en Nueva York y que se extiende por todo el mundo, tiene un doble origen: el collage y el objeto dadaísta. Pero el collage pretendía ser fusión de materias y formas dispersas: una metáfora, una imagen poética; y el objeto dadaísta se proponía arruinar la idea de utilidad en las cosas y la de valor en las obras artísticas. Al concebir al objeto como algo que se autodestruye, Dadá erige lo inservible como el anti- valor por excelencia y así no sólo arremete contra el objeto sino contra el mercado. Hoy los epígonos deifican el objeto y su arte es la consagración del artefacto. Las galerías y museos de arte moderno son las capillas del nuevo culto y su dios se llama la cosa; algo que se compra, se usa y se deshecha. Por obra de las leyes del mercado, la justicia se restablece y los productos artísticos corren la misma suerte que los demás objetos mercantiles: gastarse sin nobleza. La Coatlicue no se gasta. No es un objeto sino un concepto pétreo, una idea terrible de la divinidad terrible. Advierto su barbarie, no niego su poderío. Su riqueza me parece abigarrada, pero es verdadera riqueza. Es una diosa, una gran diosa”.

Más en general:

“La civilización mesoamericana, como tantas otras, no conoció la experiencia estética pura; quiero decir, lo mismo ante el arte popular y mágico que ante el religioso, el goce estético no se daba aislado sino unido a otras experiencias. La belleza no era un valor aislado; en unos casos estaba unida a los valores religiosos y en otros a la utilidad. El arte no era un fin en sí mismo sino un puente o un talismán. Puente: la obra de arte nos lleva del aquí de ahora a un allá en otro tiempo. Talismán: la obra cambia la realidad que vemos por otra: Coatlicue es la tierra, el sol es un jaguar, la luna es la cabeza de una diosa decapitada. La obra de arte es un medio, un agente de transmisión de fuerzas y poderes sagrados, otros. La función del arte es abrirnos las puertas que dan al otor lado de la realidad.

He hablado de belleza. Es un error. La palabra que le conviene al arte mesoamericano es expresión. Es un arte que dice, pero lo que dice lo dice con tal concentrada energía que ese decir es siempre expresivo. Expresar: exprimir el zumo, la esencia, no sólo de la idea sino de la forma. Una deidad maya cubierta de atributos y signos no es una escultura que podemos leer como un texto, sino un texto/escultura. Fusión de lectura y contemplación, dos actos disociados en Occidente”.

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