
A partir de
La obra maestra desconocida, de Honoré de Balzac
El joven pintor Nicolás Poussin va donde el maestro Porbus, con emoción y con timidez. “Existe en todos los sentimientos humanos una flor primitiva, engendrada por un noble entusiasmo, que va marchitándose poco a poco hasta que la felicidad no es ya sino un recuerdo, y la gloria una mentira”.
El amigo del maestro allí presente, el anciano Frenhofer, observa su cuadro María Egipcíaca, pero no, no le gusta, aunque las proporciones sean las correctas.
Acecha al artista la dolorosa, ancestral y siempre joven oposición entre arte y vida que el artista quiere unir en sus obras, pero, infinita la vida parece imposible de encuadrar en un lienzo finito. Es que “no puedo creer que ese bello cuerpo esté animado por el tibio aliento de la vida. Tengo la impresión de que si pusiera la mano sobre este seno de tan firme redondez, ¡lo encontraría frío como el mármol! No, amigo mío, la sangre no corre bajo esa piel de marfil, la vida no llena con su corriente purpúrea las venas que se entrelazan en retículas bajo la ambarina transparencia de las sienes y del pecho. Este lugar palpita, pero ese otro está inmóvil; la vida y la muerte luchan en cada detalle: aquí es una mujer, allí una estatua, más allá un cadáver. Tu creación está incompleta. No has sabido insuflar sino una pequeña parte de tu alma a tu querida obra. El fuego de Prometeo se ha apagado más de una vez en tus manos y muchas partes de tu cuadro no han sido tocadas por la llama celeste”.
Acecha al artista el dilema de la técnica. Es que “tu figura no está ni perfectamente dibujada, ni perfectamente pintada, y lleva por todas partes la huella de esta desgraciada indecisión. Si no te sentías lo bastante fuerte como para fundir en el fuego de tu genio las dos maneras rivales, debías haber optado con franqueza por una u otra, a fin de obtener la unidad que simula uno de los requisitos de la vida”.
Acecha al artista el dilema de la imitación y la creación. El maestro explica a su amigo que hay efectos en la naturaleza que se pierden al llevarlos al lienzo, y su amigo, persiste en su crítica: “—¡La misión del arte no es copiar la naturaleza, sino expresarla! ¡Tú no eres un vil copista, sino un poeta! … Tenemos que captar el espíritu, el alma, la fisonomía de las cosas y de los seres.”.
Poussin se indignó. Porbus escuchaba y se justificaba. El anciano tomó la paleta de pintura y le dio vida al cuadro. Los tres salieron juntos hacia la casa del anciano. Le piden ver sus cuadros. Se niega.
Acecha al artista ese eficaz paralizante, la pretensión de perfección: “Sepan que el exceso de conocimiento, al igual que la ignorancia, acaba en una negación. iYo dudo de mi obra! El anciano hizo una pausa y después continuó: —Hace diez años que trabajo, joven, pero ¡qué son diez cortos años cuando se trata de luchar contra la naturaleza! ¡Ignoramos cuánto tiempo empleó el señor Pigmalión en hacer la única estatua que jamás haya caminado!”.
El anciano Frenhofer no quiere mostrar su pintura, no porque esté inacabada. “—. ¡Enseñar mi criatura, mi esposa? ¡Rasgar el velo bajo el que castamente he cubierto mi felicidad? ¡Eso sería una abominable prostitución! Hace ya diez años que vivo con esa mujer; es mía, sólo mía, ella me ama. ¡Acaso no me ha sonreído a cada pincelada que le he dado? Tiene un alma, el alma que yo le he dado. Se ruborizaría si una mirada distinta a la mía se posara en ella. ¡Enseñarla! ¡Qué marido, qué amante sería tan vil como para llevar a su mujer a la deshonra?”.
Finalmente aceptó. Entraron. Buscaron en las penumbras del estudio la obra maestra de Fenhofer. El anciano se la muestra, orgulloso. Ellos, nada ven.
¿Dónde está la maestría de la obra de arte, en la prometeica intención de su autor; en los ojos entrenados o no de nosotros?
Que texto encanrador!!! Que vemos cuando miramos? Recorde el piema de Neruda de la alfombra roja que solo el y ella veian. Promueve mychas reflexiones sobre la intimudad, el pudor, la necesidad de aprobacion
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