Píldoras de la crítica. La literatura de género o el valor de la imaginación. Úrsula K. Le Guin

Píldoras de la crítica. La literatura de género o el valor de la imaginación. Úrsula K. Le Guin

(Apenas un breve extracto para pensar, sin hacer crítica de la crítica, ni hacerse parte de entreveros, ni tener que recorrer estos caminos)

Contra nuestros (posibles) prejuicios.

La literatura de género no es un agrupamiento de temas. Es el realce del valor de la imaginación.

“Si se teme algo, se intentará reducirlo. Infantilizarlo. La fantasía es para los niños —literatura infantil—, no puede tomarse en serio. Pero la fantasía también ha demostrado que genera dinero. Eso sí debe tomarse en serio. Así, cuando el primer libro de Harry Potter, que combinaba dos convenciones muy conocidas —una historia sobre un internado británico y otra sobre un niño huérfano con grandes dotes—, saltó al éxito, muchos reseñistas lo elogiaron profusamente por su originalidad. Al hacerlo, demostraron ser ignorantes de las dos tradiciones que continuaba el libro: la más pequeña de las historias escolares y la más grande, una tradición que se remonta al Mahabharata y al Ramayana y pasa por Las mil y una noches y Beowulf y Viaje al Oeste y los romances medievales y las epopeyas renacentistas hasta llegar a Lewis Carroll y Kipling y Tolkien, para desembocar en Borges y Calvino y Rushdie y el resto de nosotros: una tradición, una forma de literatura que no puede descartarse con palabras como «entretenimiento», «aventuras para niños» o «bueno, al menos algo leen». Los críticos y los profesores universitarios llevan cuarenta años tratando de sepultar la obra de ficción imaginativa más grande escrita en inglés. La excluyen, la tratan con desdén, se reúnen en grandes grupos para volverle la espalda, porque le tienen miedo. Tienen miedo a los dragones. Padecen Smaugfobia. «Ay, esos espantosos orcos», balan como corderos, siguiendo al rebaño de Edmund Wilson. Saben que si reconocen a Tolkien tendrán que admitir que la fantasía puede ser literatura, y que en consecuencia tendrán que redefinir qué es la literatura. Y son demasiado perezosos para hacerlo.

Aún hoy, lo que la mayoría de nuestros críticos y docentes llaman «literatura» es realismo modernista. Todas las demás formas de ficción — wésterns, novelas de misterio, ciencia ficción, fantasías, novelas románticas, históricas, regionales, lo que sea— se descartan como «género». Se mandan al gueto. Que el gueto sea doce veces más grande que la ciudad y actualmente mucho más animado importa poco. El realismo mágico, con todo, resulta molesto; los profesores oyen a Gabriel García Márquez mordiendo quedamente los cimientos de la torre de marfil, oyen a todos esos indios locos (indios norteamericanos e indios de la India) bailando en el desván de The New York Times Book Review y piensan que si llaman a todo «posmodernismo» quizá desaparezca. Creer que la ficción realista es por definición superior a la ficción imaginativa es creer que la imitación es superior a la invención.

En momentos de malicia me he preguntado si esta afirmación puritana y tácita, pero extensamente aceptada, no tendrá que ver con la reciente popularidad de las memorias y los ensayos personales. Pero la popularidad ha sido genuina, la preferencia real, no una cuestión de canonización teórica: la gente realmente quiere leer memorias y ensayos personales, y los escritores quieren escribirlos. He llegado a sentirme fuera de onda. Me gustan la historia y las biografías, claro, pero cuando las memorias familiares y personales parecen ser la forma narrativa dominante…, bueno, he buscado el prejuicio en mi alma y lo he hallado. Prefiero la invención a la imitación. Me encantan las novelas. Me encantan las historias inventadas. Puede que la alta estima en que tenemos las historias tomadas de la experiencia personal sea una continuación lógica del gran valor que damos al realismo en la ficción. Si la imitación fiel de la experiencia real es la virtud más alta de la ficción, las memorias son más virtuosas aún de lo que nunca podrán serlo las novelas. La imaginación del escritor de memorias, subordinada a los hechos, sirve para conectar los hechos estéticamente y extraer de ellos una conclusión moral o intelectual, pero se entiende que está prohibido inventar. Sin duda se evocará la emoción, pero difícilmente se recurrirá a la imaginación. La recompensa es el reconocimiento, más que el descubrimiento. El genuino reconocimiento es una recompensa verdadera. El ensayo personal es una disciplina noble y difícil. No me lo estoy cargando. Lo admiro con un asombro considerable. Pero no me siento a gusto con él. No dejo de buscar dragones en esa comarca, sin encontrar ninguno. Solo encuentro dragones disfrazados.

Algunas de las memorias recientes más elogiadas versan sobre la experiencia de crecer en la pobreza. Miseria desesperada, padres crueles, madres incompetentes, niños abusados, pena, miedo, soledad… Pero ¿es esta la propiedad de la no ficción? La pobreza, la crueldad, la incompetencia, las familias disfuncionales, la injusticia, la degradación, todo ello es la esencia misma de los relatos de fogata, los cuentos tradicionales, las historias de fantasmas y venganzas de ultratumba, así como de Jane Eyre, Cumbres borrascosas, Huckleberry Finn y Cien años de soledad… El terreno de nuestra experiencia es tenebroso, y todas nuestras invenciones comienzan en esas tinieblas. Algunas salen fogosamente de un salto. La imaginación puede transfigurar la materia oscura de la vida. Y en muchos ensayos personales y autobiografías es eso lo que empiezo a echar de menos, a ansiar: la transfiguración.

No me basta con reconocer nuestras penas compartidas y familiares. Quiero reconocer algo que nunca he visto. Quiero que la visión salte delante de mis ojos, terrible y en llamas, con el fuego de la imaginación transfiguradora. Quiero verdaderos dragones”.

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