Los pilares de la tierra, de Ken Follett

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Los pilares de la tierra, de Ken Follett

En Inglaterra entre 1123 y 1174, debajo de los enfrentamientos entre el trono y la iglesia, entre distintas facciones de la nobleza, entre distintos aspirante al trono, había otros enfrentamientos.

Dos hombres, el albañil y maestro constructorTom Builder y el prior Philip, y dos grandes mujeres, Ellen, vengadora habitante de los bosques, y Aliena, rehaciendo su vida una y otra vez pasando de la nobleza al despojo a la prosperidad como negociante, enfrentarán a grandes y poderosos, crueles y sanguinarios, señores: los reyes con sus guerras civiles, los altos sacerdotes como el ambicioso e intrigante Waleran Bigod, los nobles como William Hamleigh, “el mundo del poder y la riqueza”.

Estaba, como entrometido, el mundo de lo hermoso, de una de las artes del período. Tom, albañil, soñaba construir catedrales. Pensaba “en lo emocionante que sería crear algo a partir de la nada”. Sueño de lo hermoso que, aunque lo realizara, sucumbiría en aquellos enfrentamientos, que todo lo dominaban.

Que de pronto parecían vencer unos como después vencer los otros. Por momentos se regocijan con su crueldad los poderosos. Crueldad que no reside en sí misma: el bondadoso y emprendedor prior Philip, “hasta ese momento había creído que él, y las personas como él, estaban ganando. Durante el medio siglo transcurrido habían alcanzado algunas victorias notables, pero en esos instantes, al final ya de su vida, sus enemigos le demostraban que nada había cambiado. Sus triunfos habían sido temporales. Su progreso, ilusorio. Había vencido en unas cuantas batallas, pero no existían esperanzas de que ganase la guerra. Unos hombres semejantes a los que habían matado a sus padres acababan de asesinar a un arzobispo en su propia catedral, como para demostrar, más allá de toda duda, que no había autoridad capaz de prevalecer contra la tiranía de un hombre armado con una espada”.

Para más tarde, ante una multitud de fieles, alza la espada asesina y se pregunta: “¿puedo empezar aquí, ahora mismo, un movimiento que haga temblar al trono de Inglaterra?”.

Pero, acaso, la pregunta sea otra, o esté antecedida por otra: “¿por qué diablos creían que luchaban?”, que se hacía enrabiado el sanguinario Hamleigh, sin entender como no dominaba fácilmente y sin resistencia como esperaba debía ser.

Los canteros que proveían de la piedra para la construcción de la catedral, por una vida con seguridad y prosperidad. El prior Philip, por la mayor gloria de Dios, y, también, su propia ambición. El albañil Tom, por sus sueños de construcción con ambición de creación artística. Ellen y Aliena, en venganza por lo padecido, y contra lo padecido rechazando lo que parecía un destino, que torcieron. Con las armas del espíritu, de la fe, del bienestar y la prosperidad, de la justicia, de los sueños que a cada cual remecía. Contra las armas guerreras y astutas de los señores.

Pero, pero, esa diversidad de motivos y sueños padecientes y renovados una y otra vez, ¿”se alinearían contra todo el poder y la autoridad de un poderoso imperio”? El prior Philip se lo preguntaba, buscaba en su memoria, “¿dónde lo había visto antes?”.

¿Vale la pena preguntárselo? El hijo de Ellen, leyendo en el monasterio, “despertó en Jack un sentimiento que jamás había experimentado: el de que el pasado era como una historia en la que una cosa conducía a la otra y de que el mundo no era un misterio ilimitado, sino algo finito que podía llegar a abarcarse”.

Tal vez sí, y entonces valga la pena preguntarse; tal vez no, y sea en vano.

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