
“Veremos también en ‘El buen samaritano’ que mientras en dos ventanas semejantes un rostro se oculta en la noche a la sonrisa de otro rostro que permanece en la claridad, un mismo rayo -que enlaza la tierra con el cielo- hace vibrar a la vez, como una cuerda en tensión una belleza misteriosa en la ladera lejana, en el lomo de un caballo, y un cubo descendiendo a lo largo de la ventana que hace pasar sobre estos objetos tan familiares, tan usuales, el reflejo -y una especie de estremecimiento de ese ser que sentimos por todas partes pero que no podemos aprehender por ningún lado- de la luz que proporciona por el día la belleza de los objetos y por la noche todo su misterio, y que al retirarse de ellos modifica hasta tal punto su existencia que nos damos cuenta de que esa luz es el origen de todo, y que ellos mismos parecen pasar -en esos minutos tan inquietantes y tan bellos- por todas las angustias de la muerte”.
Es que “con Rembrandt la realidad misma será superada. Comprenderemos que la belleza no se encuentra en los objetos, pues en ese caso no sería tan profunda ni tan misteriosa. Veremos que los objetos no son nada por sí solos, órbitas huecas cuya luz es la expresión cambiante, el reflejo prestado de la belleza, la mirada divina”.
Y, “por lo que respecta al llamado tercer estilo de Rembrandt, puede verse que esta luz dorada, que consideraba fundamental y, como consecuencia de ello, tan fecunda y, como muestra de ello, tan conmovedora para apreciar las cosas, se ha convertido para él en la unida realidad; y su único objetivo es representarla en toda su integridad, con el mayor contraste posible, sin preocuparse por la belleza ni por ninguna otra verdad exterior. Todo lo sacrifica en función de esto, recreándose, volviendo atrás para evitar que algo se pierda, sintiendo, en definitiva, que ha descubierto lo único que importa”.