La soledad en la literatura

La soledad en la literatura

De esos demonios que están rondando a escritores que en desigual justa enfrentan y vencen transformándolos en materia de sus ficciones. Aquí, los demonios de la soledad, con algunos autores, y otros que podremos ir agregando.

La soledad. Andando con uno mismo, como nos dice Lope de Vega: un anacronismo acorde con estos tiempos de hiperculturalismo a lo Byung- Chul Han, que, entonces, podrá parecer un valor:

Lope de Vega:

A mis soledades voy,

de mis soledades vengo,

porque para andar conmigo

me bastan mis pensamientos

Pero, ¿es tal valor? ¿De qué se trata, en qué consiste, qué demonios es este demonio que a todos nos azuza en algún momento?

La soledad, en la literatura, tiene en García Márquez un lugar de triste grandeza.

Para Vargas Llosa, los Buendía “se reproducen y extienden en un espacio y tiempo condenados. Ostentan una mancha: la soledad”.

¿Por qué condenados? “en Macondo, donde todo es posible

                                               No existe la alegría … Una tristeza empaña todos los actos, una inminente catástrofe ronda toda su historia. Leyes secretas regulan la vida en esta tierra de las maravillas: nadie es libre … sometidos a un destino que no fue elegido por ellos”.

Allí, “violencia y fantasía son las notas exteriores de Macondo; la nota interior es el desamparo moral”.

Es que “los Buendía, luchan, aman, se juegan enteros en empresas descabelladas. El resultado es siempre la infelicidad. Todos, tarde o temprano, son burlados y vencidos”.

(El fuego de la imaginación)

Un espacio y tiempo condenados: la fatalidad

La soledad: porque esa fatalidad, que es la de un pueblo imaginario (Macondo, metáfora de Colombia y de América Latina), la de una familia (los Buendía), los persigue: recordemos: “Cien años de soledad es la historia de una familia que trata de evitar el hijo con la cola de cerdo”.

La soledad: un efecto, un resultado.

¿Por qué entonces no llamarla “Cien años de fatalidad”: porque no es griega, porque no es una tragedia, porque los efectos son tan vívidos que exigen todas nuestras fuerzas.

La soledad: aquí, un problema colectivo, social, histórico.

Pero lo es también individual.

Hermano de la fatalidad es el destino en el Baudelaire sartreano. Sartre nos cuenta un Baudelaire que, cuando recordaba su infancia, abandonado por su adorada madre al meterlo en un internado: “Sentimiento de soledad desde mi infancia. A pesar de la familia -y en medio de mis camaradas sobre todo-, sentimiento de destino enteramente solitario”. Es, para Baudelaire, un destino. Y, prosigue Sartre, “esto significa que no se limita a soportarlo pasivamente concibiendo el deseo de que sea temporario: por el contrario, se precipita en él con rabia, en él se encierra y, ya que lo han condenado, quiere que la condena sea definitiva. Llegamos aquí a la elección original que Baudelaire hizo de sí mismo, a ese compromiso absoluto por el cual cada uno de nosotros decide en una situación particular lo que será y lo que es. Abandonado, rechazado, Baudelaire quiso tomar a su cargo este aislamiento. Reivindicó su soledad para que por lo menos viniera de sí mismo, para no tener que soportarla”.

El destino, una elección. El destino de soledad, una rencorosa, despechada, enrabiada elección (y así, devenida “elección”, varita mágica, fórmula verbal, abracadabra filosófico, para hacer -resignadamente- de un abandono, una fantasiosa decisión -pero esto nos lleva a otro lado).

En la vida de Antonin Artaud, más que en sus obras, la soledad termina siendo su doloroso sino.

Encerrado en distintos hospitales psiquiátricos (los repasa en sus cartas: su detención en El Havre, después sus estancias en los hospitales psiquiátricos de Ruan, Sainte- Anne, Ville- Evrard, Rodez), en medio de la guerra mundial y la Francia ocupada por el nazismo, después de siete años, suplica por su libertad. Clama contra su soledad.

Un resultado, la soledad por el aislamiento del encierro, termina convirtiéndose en dolorosa causa de su afección: “A fuerza de enclaustramiento, de soledad, de aislamiento, había terminado entumeciéndome”: ya no podía crear: ya no hay espacio para la literatura, la poesía, el teatro (para él tantos años encerrado, para ese entero tiempo tras los horrores de la guerra mundial y el nazismo, coincidiendo de algún modo con lo que dirá Adorno poco después sobre la imposibilidad de la literatura tras Auschwitz). El director del hospital de Rodez, Gastón Ferdiere le autorizó a salir. “No sólo me ayudó a vivir usted, me invitó a vivir cuando yo me debilitaba. Efectivamente hay que ir, volver, salir, ver gente y cosas. No es bueno permanecer perpetuamente en frente de sí mismo, en lo mental, como hacía yo desde hace seis años porque ya no tenía amigos a mi alrededor … De puro estar encerrado se acaba imaginando que el mundo exterior no existe. Y la conciencia se resiente de ello. Termina perdiendo el sentido de lo concreto, de lo objetivo, y por consiguiente de lo verdadero. Y está bajo la amenaza de fijarse desconsideradamente en falsas imágenes, falsas impresiones. Y con el tiempo creer en ellas”.

(Cartas desde Rodez)

Alejandra Pizarnik, que en sus Diarios, en parte de ellos al menos, se habla a sí misma:

Cuaderno del 19 al 31 de julio de 1955

19 de julio

“Buscamos siempre el absoluto y no encontramos sino cosas. NOVALIS

¿Qué es lo que importa en una acción, su fondo o su forma?

Alejandra: tienes cuarenta días de angustia inconfesable. Cuarenta días de soledad ahogada, sin probabilidades de confesarla. Sin un rostro amado a quien quejarse de la desgracia que se prende a tu destino. Alejandra: ese rostro amado es uno solo y se ha ido. Es como si te hubiesen arrancado todo. Es como si te hundiesen en la fría suma de los días para que en ellos te aturdas tratando de olvidar su ausencia. Alejandra: has de luchar terriblemente. Has de luchar tú y este cuadernillo. Han de luchar ambos, pues los ojos del amado rostro dicen que quizás no esté todo perdido. ¡Quizás haya aún algo por salvar! ¿Qué?, preguntas. ¡Tu alma, Alejandra, tu alma!

Planes para cuarenta días: 1) Comenzar la novela. 2) Terminar los libros de Proust. 3) Leer a Heidegger. 4) No beber. 5) Nada de actos violentos. 6) Estudiar gramática y francés. Tremendos anhelos.

Sólo se me ocurre decir ¡te amo!, ¡te deseo! Ni una imagen poética acierta a pasar por mi mente. Sonrío. ¿Hay más poesía en algún lado que en el rostro del ser amado?”

¡Cómo! ¿Esta gran escritora, hoy, tanto después de su vida, reconocida y elogiada padeciendo intensamente la soledad, no en general, sino la soledad de un ser amado?

Sí. Hay: condicionantes de género, en particular. Condicionantes de una mujer escritora en específico:

“Creo que mi feminidad consiste en no poder «vivir» sin la seguridad de un hombre a mi lado. En los períodos (¡actualmente tan escasos!) de ausencia de flirts, me siento terriblemente árida. Inútil. Como si estaría [sic] malgastando mi juventud. Y cuando estoy segura, es decir, cuando camino junto a un hombre que guía mi cuerpo, me siento traidora. Traiciono a ese llamado cercano que me planta junto a la mesita y me ordena: ¡estudia y escribe, Alejandra! Entonces ya no grito «¡me muero de inmanencia!». ¡No! Entonces, me siento ser. Me siento vibrar ante algo elevado que me asciende junto a sí.

Esta dualidad me rebela. ¿No han de ser compatibles en forma alguna? Buscar ejemplos. ¡Sí! La foto de Daphne du Maurier junto a su aristocrático marido; lord…, tomados amorosamente de la mano. Simone de Beauvoir sonriendo junto a Sartre (no hay que fiarse del periodismo). Katherine Mansfield junto al buen mozo de J. Middleton Murry (pero sus tareas eran análogas y la mayor parte del tiempo estaban separados). Carmen Laforet con sus dos niñas (su mejor novela la escribió en estado de angustia y soledad). ¡Pero también están las otras! («galeotes dramáticos, galeotes dramáticos»). ¡Qué me dices de las hermanas Brontë, de Clara Silva, de G. Mistral (aridez sublimada), de Colette (en los primeros tiempos), de Mary Webb, de Edna Millay, de Alfonsina Storni, de Safo (¡de Safo!), de C. Espina, de R. Luxemburg y de muchas otras que no conozco! Es irremediable. ¡Es dramático! Una aspira a realizarse. Yo aspiro a realizarme. Cuento para ello con mis dotes literarias. Pero… ¿y si no serían [sic] notables?”

Es decir: ¿puede una mujer realizarse, sin un hombre; puede una mujer contar con sus dotes literarias? Y esa duda, esa dualidad desgarradora que la carcome, cargando con el peso de los prejuicios de una sociedad.

“¡Sola! ¡Sola! Ya no me ilusionaré más en materia amorosa. La desecho de mis espacios. «El temor a la soledad es mas fuerte que el temor a la servidumbre»… ¡¡Por ti, Connolly!! Por ti, ave de amplias alas que friegas los ojos reanimados por la esperanza. ¡Sola! ¡Por siempre sola! Conscientemente sola. Yo elijo la soledad y no por rechazo del Otro. Yo, Alejandra, hoy 31 de julio elijo la soledad. («Lo hago por necesidad vital. Me pesa el cadáver pequeñito.») FIN

10 h. Despierto. Me siento débil y temerosa. Es como si hubiese llorado por la soledad del ser en general. Como si me hubiese achacado la responsabilidad de la soledad del hombre. Recuerdo que en la oscuridad de mi lecho lacrimoso una voz me decía: «¡Basta! ¡Ya has llorado demasiado! ¡Llora únicamente por ti! ¡Sólo tú existes! ¡Sólo tú existes para tu llanto!». Luego comencé a sentir terribles náuseas y dolores. Quería soñar, fantasear, imaginarme otro escenario que el de mi cama deprimente. No pude. Estaba desesperada. Estoy desesperada”.

¿Pero se trata de una elección? Casi de una atribución. Casi de cómo la nombres. Poco después se/nos dirá: “Necesito de esta soledad llena de libros, de música, de humo y café. ¡Vivir! Supongo que «vivir la vida» significa gozarla. Pues mi goce es este”.

Y es herida y es motor:

Herida:

“Sábado, 26 de octubre

Escribí un poema. No tiene ninguna importancia.

Soy una enorme herida. Es la soledad absoluta. No quiero preguntar por qué”.

Motor, porque,

“Domingo, 2 de febrero

Soledad y silencio. He pensado en la felicidad de dedicarme enteramente a la literatura, sin otros cuidados sino escribir y estudiar. Es necesario recuperar el tiempo perdido. Sé que esta felicidad está a mi alcance y que no depende de mi voluntad, pues entonces ya no sería felicidad sino solamente trabajo”.

[Y hay mucho más en Alejandra Pizarnik al respecto, pero con esto puede ser suficiente].

Alejandra nos habla de “la soledad productiva” de Rainer María Rilke. Que fue “el poeta de la soledad”. La padeció. También terminó sus días en un hospital, por leucemia. También, fue, en él, motor de poesía. Sin dejar de ser fuente de dolor.

Tiene su poema, Soledad:

La soledad es como la lluvia,

que sube del mar y avanza hacia la noche.

De llanuras lejanas y perdidas

sube hasta el cielo, que siempre la recoge.

Y sólo desde el cielo cae en la ciudad.

Es como una lluvia en horas indecisas

cuando todas las sendas apuntan hacia el día

y cuando los cuerpos, que no encontraron nada,

se apartan unos de otros, defraudados y tristes;

y cuando los seres que mutuamente se odian

deben dormir juntos en una misma cama.

Entonces la soledad se marcha con los ríos…

(París, 21-9-1902. De: El libro de las imágenes– 1906)

Aunque es en sus cartas personales (no las recopiladas como Cartas a un joven poeta) donde habla de la soledad profusamente, diciéndose/diciéndonos que en la soledad donde el hombre puede conocerse y conocer el mundo.

Una diferencia: ¿Por qué Alejandra Pizarnik habla de la “soledad productiva de Rilke y no puede calificar del mismo modo la propia?

Hay, en esa emoción doble -dolorosa y productiva- un modo de vivirla diferente según tu condición de género. Escritor o escritora.

En los Diarios Sylvia Plath hay otra soledad: la de la pérdida de un mundo y el acceso, no buscado, entonces no del todo propio, entonces tal vez como un depósito en el que se cae, a otro mundo:

“Julio de 1950-julio de 1953

36. Creo que ahora sé lo que es la soledad, al menos la soledad circunstancial. Procede de un núcleo difuso del yo… como una enfermedad de la sangre que se extendiera por todo el cuerpo y cuyo origen, cuyo foco de contagio, fuera imposible identificar. Estoy de nuevo en mi habitación en Haven House, han terminado las vacaciones de Acción de Gracias. Nostalgia es la palabra que se usa para nombrar lo que siento ahora. Estoy sola en mi habitación, entre dos mundos. Abajo están las pocas compañeras que ya han regresado (ninguna estudiante de primer año, ninguna a la que conozca realmente). Podría bajar con papel de carta para justificar mi presencia, pero no lo haré todavía… todavía no. No, no intentaré escapar de mí misma refugiándome en conversaciones forzadas: «¿Han ido bien las vacaciones?». «Muy bien, sí, ¿y a ti qué tal?» Me quedaré aquí e intentaré examinar esta soledad. A duras penas consigo recordar los cuatro días de vacaciones: una imagen borrosa de mi casa, más pequeña que cuando me fui, las manchas en el papel de pared amarillo aún más evidentes, mi antigua habitación, que ya no es realmente mía, porque han desaparecido todas mis cosas, mamá, la abuelita, Clem, Warren y Bob, el paseo con los chicos antes de la reunión familiar y la cena, la charla con Bob antes de ver Las zapatillas rojas; mi pareja en la fiesta del sábado, alto, rubio y terriblemente popular, y luego el domingo, entumecida e indiferente, y justo cuando había empezado a acostumbrarme a las caras familiares tuve que regresar en coche”.

Dos mundos. Pero sobre todo, un peso inevitable, sintiendo la falsedad del mundo (y en esto, un rechazo similar al de Artaud: “llevo siete años sufriendo y ya estoy harto. También yo, figúrese, necesito un poco de felicidad terrestre. Pero ESTA tierra nunca pudo dármela. Me veo en medio de una vida que no es más que un simulacro”):

“¡Dios mío! ¡La vida es soledad! A pesar de todos los sedantes, a pesar de la alegría desenfrenada, del oropel, de las «fiestas» sin propósito, a pesar de la sonrisa falsa que todos lucimos en el rostro. Y, cuando por fin encuentras a alguien a quien sientes que podrías mostrarle tu alma, te quedas paralizada al oír tus propias palabras: han estado tanto tiempo en la oscuridad angosta y asfixiante de tu interior que se han debilitado; son demasiado rancias, demasiado desagradables y no significan nada. Sí, existen la alegría, la plenitud y la amistad… pero la soledad del alma consciente de sí misma es horrible y abrumadora”.

La falsedad, el simulacro. La soledad con uno mismo parece ser la inevitable consecuencia, decisión, condena para quienes viven tan intensamente la vida. Pero, conciente de sí misma, la soledad puede ser tan horrorosa como ese falso mundo que se rechaza.

Aunque tal vez la soledad no sea, en sí misma, el problema, si no ese dios secreto: “El miedo, el principal dios: miedo a los ascensores, a las serpientes, a la soledad…”

Y hay, también, otra relación con la soledad: buscarla, no huir de ella. El final novelesco y novelado de la vida de Tolstoi que crea o recrea Stefan Zweig en Tres poetas de sus vidas, nos la muestra.

“El 28 de octubre de 1910, a eso de las seis de la madrugada, con una noche oscura como boca de lobo pendiendo entre los árboles, unas extrañas siluetas dan vuelta alrededor de la casa señorial de Yasnaia Poliana. Se oyen tintineos de llaves, puertas que se abren con sigilo; entre la paja del establo, el cochero engancha los caballos al carruaje, y lo hace con cautela, para no hacer ruido; en dos de las habitaciones, unas sombras se mueven inquietas, como espectros, manipulan bajo la luz de la linterna toda suerte de paquetes, abren cajones y armarios. Luego se deslizan entre las puertas que se abren silenciosas, deambulan susurrando por entre las lodosas raíces del parque, y un carruaje, sin hacer ruido, sale por detrás, evitando la rampa de acceso situada frente a la casa, en dirección al portón.

¿Qué está pasando? ¿Han irrumpido unos ladrones en la mansión? ¿Acaso la policía del zar está rodeando la vivienda del sospechoso para hacer un registro? No, nadie ha entrado, es solo León Nikolaévich Tolstoi que se fuga de la prisión de su existencia, acompañado únicamente de su médico”.

Huir de la prisión de la propia existencia.

Para ir a alguna otra parte. “Huir a alguna parte, hacia Dios, hacia sí mismo”.

¿Cómo llegar allí? “En la estación del tren, garabatea una carta para su esposa y se la envía con el cochero: ‘He hecho lo que hacen normalmente los ancianos de mi edad, dejo esta vida mundana para pasar mis últimos días en soledad y en paz’.” Llegar allí, por medio de la soledad.

Huye, también, de algo concreto, porque no todos los ancianos de mi edad son Tolstoi. Huye, “a cualquier lugar donde la fama y la gente no puedan alcanzarlo, un lugar donde por fin esté solo, consigo mismo y con Dios. Pero esa terrible contraparte de su vida, su doctrina, su fama, el demonio que lo tienta y lo atormenta, no consientes en soltar a su víctima. El mundo no permite que ‘su’ Tolstoi obedezca a su sabia voluntad, la más íntima … León Tolstoi no debe ni puede estar a solas consigo mismo, los hombres no le toleran que sea dueño de sí, que consume su santificación”.

Pero enferma de muerte. En la pequeña habitación en la que se ha refugiado, aunque lo han reconocido y personas, admiradores, prensa, policía, su familia, se agolpen naya ya pueden hacer “contra esa última e indestructible soledad”.

¿Es por esta búsqueda de sí mismo en la soledad ansiada que, con su ultimísimo aliento, sus últimas palabras sean: ‘Pero los campesinos, ¿cómo mueren los campesinos?’.

Y acaso la soledad sea la posibilidad de encontrarse con uno mismo que, en Tolstoi, sea con sus demonios: una comunión, en sus propios terribles términos, con la vida sencilla, con las vidas sencillas de millones de personas sencillas, de alguien que nada de sencillo tenía, más que una contraparte de sí mismo, lo que lo definía. Por lo que no pudo escapar, ni siquiera en su último día.

Los Alice y Mattia de Paolo Giordano son dos chicos raros, y que lo seguirán siendo a lo largo de su vida, rareza que los condenaba, ¿o se condenaban a sí mismos?, a la soledad, dos soledades que se acompañaban, se distanciaban y se reencontraban. Una soledad que no era una elección, ni una fatalidad, ni una desesperación, ni un secreto motor de creatividad, ni un rechazo del mundo; era sí una experiencia sentida, que necesitaba de una explicación para sí mismos, un cuento que contarnos, esa ficción que cada cual crea para contarse a sí mismo y que nos hace, acaso sin saberlo, autores y personajes de nuestras vidas tan reales como ficticias.

Entonces, y hasta aquí al menos para este rápido repaso, podríamos decir que hay tal vez una

  • Soledad “garcíamarquezeana”: aquella que reside en la fatalidad, que es social, colectiva, histórica asentada en una familia metáfora de un país y un continente
  • Soledad “baudelariana”: aquella que narra un destino, una elección propia, hecha de rabia y resignación, rara mezcla
  • Soledad “artaudiana”: revirtiendo de efecto a causa de los padecimientos mentales, que vuelven a anudar creación y locura, en uno de los grandes representantes de la unión del arte y la vida propios del dadaísmo y el surrealismo
  • Soledad “pizarnikiana”, ambivalencia de la herida y el motor, emergente de la experiencia de mujeres y del hacerse escritora, mujer escritora
  • Soledad “rilkeana”, productiva según Alejandra Pizarnik (también, claramente, fue en ella productiva) pero sobre todo (porque tiene solo un breve poema sobre la soledad), definitoria de una personalidad, una escritura: “el poeta de la soledad”
  • Soledad “plathiana”, la tensión entre dos mundos, el rechazo al mundo -falso, un simulacro-, y otros dioses que abruman
  • Soledad “tolstoiana”, la ilusión -imposible- de que tus propios demonios -que son lo que a cada cual lo definen, finalmente- te abandonen
  • Soledad “giordanesca”, experiencia sentida, excusa, en este caso, para contarnos el cuento de nuestras propias vidas, haciéndonos autores y personajes de nuestra vida tan real como ficticia

Escritores, almas sensibles que intensamente viven y padecen la vida, y nombran emociones que pueden creerse propias de cada cual, domésticas, angustias de domingo, a las que, con sus vidas y sus textos, dan dignidad literaria, es decir, universal, hablándonos a todos y a todo a través de los tiempos.

Un comentario en “La soledad en la literatura

  1. Que e celente texto. U recorrido revisitado pensado y pleno de sentido
    Invita a releer a los autores citados y a la introspeccion. Es ineludible sentir la soledad, como la muerte lo es a la vida. Pero…como la vive cada umo? Es barbecho para la creacion? Es fuente de desolacion? Es un demonio que hay que vestir de «fiesta compartida»?

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