Ema, la cautiva, de César Aira

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Ema, la cautiva, de César Aira

Una tropa de soldados con sus oficiales y sus prisioneros avanzando lentamente, somnolientamente, por la pampa; un cuadro -nos indica cómo leerlo- de “neutralidad opresiva”. En su recorrido, “pasaban días enteros sin dirigirse la palabra, sin que se pronunciara una sola sílaba entre los cientos de soldados y convictos. ‘Todo es pensamiento —se decía Duval—. El lenguaje no existe’. Se dejaba penetrar por esa serenidad inhumana, y luego la expulsaba con una idea: ‘Todo es posible. Si el lenguaje no existe, todo es posible. Todo me está permitido’”.

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La barbarie. Un ingeniero francés, Duval, iba con ellos, contratado para hacer trabajos en la frontera, que “no hablaba el idioma, ni lo entendía. Los hombres le parecían bestias, y su sociedad inhumana … cada vez tenía menos confianza en llegar a dominar la lengua, con tan pocas oportunidades de aprenderla en aquella soledad de seres brutales que se comunicaban con gruñidos”.

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Azul. Pringles. Sus fuertes. El teniente Lavalle, el coronel Leal, el comandante Espina. Catriel. Los ataques de los malones.

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El salvajismo de los civilizados. El comandante Espina al mando del fuerte de Pringles, “sin él Pringles dejaría de existir en un instante. En aquel ambiente trastornado sus defectos han resultado virtudes: su desenfreno y salvajismo lo preservan de la muerte violenta que seguramente merece”.

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En el contingente de prisioneros: las prisioneras. “Los indios, por alguna razón que ellos conocerán mejor que nosotros, aprecian a las mujeres blancas como elemento de intercambio, de modo que no bien llegan a la frontera empiezan a «circular» en toda clase de tratos… —¿Quiere decir —exclamó el francés— que se las venderán a los salvajes? —No hay motivo para escandalizarse. Algunas son tomadas cautivas, o bien un soldado puede cambiar su esposa por caballos, o incluso el comandante puede obsequiar un contingente de bellezas a un cacique en prenda de buena voluntad. Y eso basta para introducirlas al mundo del que serán una de las monedas”. Otra de las monedas, el dinero mismo, que en Pringles ponía en circulación por su cuenta el comandante Espina, y en el que estaba impreso “el retrato de la reina de Inglaterra junto al suyo en sus libras”. Trajo exhibición del lujo civilizado, opulencia, conexión entre naciones indias; y, con todo esto, la paz: no había ya más malones atacando el fuerte, sino embajadas de indios cambiando objetos por aquella moneda.

En el camino, los soldados se satisfacían con aquellas mujeres. También Duval. Entre esos cargamentos, tiempo atrás llegó Ema, destinada al teniente Paz, al menos hasta que le llegara su querida europea, llegada, le traspasó a Ema al soldado Gombo, y, con las constantes salidas de este soldado, Ema empezaría una relación con el joven indio Mampucumapuro.

Aquellas ilusiones de paz, las destrozó la irrupción del malón, que desapareció en la tormenta con sus cautivas, Ema entre ellas.

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A la isla de Carhué llegó el joven príncipe indio Hual, con toda su corte. Ema, era la más reciente de sus esposas. Después lo sería de Evaristo Hugo, uno de los ministros en la fastuosa corte de Catriel.

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La cautiva, civilizada observadora privilegiada de lo salvaje: “Ema pasó dos años entre los indios, dos años de vagabundeos o inmovilidad, entre las cortes, a veces a merced de los caprichos de algún reyezuelo, otras apartada en las pequeñas compañías que formaba la juventud, intocables por su ambigüedad de soberanía, viajando siempre”.

Lo salvaje, finalmente, lo que no tendría para qué: “Aprendió el detalle más característico del mundo indígena, que era el contacto indisoluble y perenne de etiqueta y licencia. Etiqueta del tiempo, licencia de la eternidad. Visión y reposo. El sonido soñoliento del agua. Para eso vivían. Reyes y súbditos se producían éxtasis mutuos, con sus presencias tan fatuas y el estupor que las acompañaba. Todo era profano, pero lo cotidiano parecía alejarse por su gravedad. Todo lo sacrificaban por el privilegio de mantener intocadas las vidas. Despreciaban el trabajo porque podía conducir a un resultado. Su política era una colección de imágenes. Se sabían humanos, pero extrañamente. El individuo nunca era humano: el arte se lo impedía”.

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Ema fue llamada por otra cautiva blanda, “F.C. Argentina, introducida remotamente en el más improbable de los lugares, el serrallo real”, una de las esposas de Catriel.

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¿No hay tal cautiverio? Quiso volver al fuerte de Pringles; fue sólo decirlo, y volver. Y montar el negocio de crianza de faisanes para alimentar a toda la población blanca. Para hacerlo, necesita la moneda del comandante Espinoza, que se la facilitó.

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Si, hay tal cautiverio: por la moneda, que, con su circulación, civiliza -comprobación de Ema, de Espinoza, y del autor que ratifica así el embauque de la civilización: que la prosperidad trae paz, que la civilización excluye la violencia.

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Ya no la cautiva, excusa de Ruy Díaz de Guzmán, oscureciendo el verdadero motivo: la ancestral lucha de un hombre contra otro hombre para probar su supremacía, haciéndose con un botín, una mujer, el cuerpo de una mujer. Ya no la cautiva -la mujer-, de Rosa Guerra, víctima involuntaria de tres atributos: su belleza; la inhumanidad de las empresas de conquista; la -inconfesada- impotencia de la civilización frente a la barbarie. Ya no la cautiva de Eduarda Mansilla, víctima de la intriga y la traición, impotente venganza de la envidia y los celos de hermano contra hermano. Ya no, con Esteban Echeverría, la emergencia de la heroína por sobre la víctima, aunque aún sin poder reconocerla como tal.  Ya no, con Borges, la emergencia de la mujer que decide; que decide contra toda convención; un inesperado, por encima de la dicotomía entre civilización y barbarie, espacio de libertad. Si no, la esfumación de la cautiva -la mujer- agazapando detrás de ella la ilusión del poder benéfico del dinero.

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