
A partir de
La mujer del malón, de Daniel Guebel
Decisión de mujer, pelea entre hombres.
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María de las Mercedes del Rosario de Jesús Zambrano casada por sus padres -era la época de la Colonia- a los quince años con Víctor Santa Colonia, tuvo a su hijo que el padre llamó José Manuel y la madre Narciso, para morir ambos, padre e hijo, al poco tiempo. Al velorio no fue nadie excepto las negras de la casa y unos gauchos. Se quedó dormida. Mientras dormía, la despertó un relincho y vio que un indio cargaba el pequeño cuerpo de su Narciso al lomo del animal y salía disparado. Después por casualidad dio con cartas de su soberbio y despectivo marido dirigidas a ella y nunca entregadas en que le confesaba cuánto la adoraba. “Hasta entonces se había sentido una pura nada, un recipiente que solo contenía la devoción por su hijo, pero tras la lectura se le hizo evidente que fue algo o alguien para otro”. Se dedicó a cuidar para sí la fortuna que había dejado su marido. Comenzó a ser respetada. Conoció a Adolfo Alsina que la quiso como mujer. Conversaron. Y de repente, se paró y se fue. Y después, desapareció.
“Un buen día un mensajero llegó hasta la puerta de su casa: María, le dijo, estaba en las tolderías de Pincén, lugarteniente del cacique Coliqueo. ‘Pincén dice: No busques a la mujer que amas porque no la encontrarás’”.
Se decidió a rescatarla del indio.
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Palabras de mujer, desoídas por los hombres.
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Pero un día recibió una carta de María: “Querido amigo (permítame llamarlo así), le ruego que cese en su intención de búsqueda porque yo no soy cosa suya ni le he pedido nada ni fui secuestrada, sino que obré de acuerdo a mi voluntad … me vi como una más entre mis hermanos los indios. Acá aprendí cuál es la relación que la libertad establece con el sometimiento. Vivo en una civilización distinta a la que estaba acostumbrada y no pienso abandonarla y volver a lo que ya conozco. Pincén me ha hecho su mujer, una de las tantas, pero eso no me obliga a nada y ando por donde se me antoja, monto en pelo y me baño desnuda en las lagunas y cuando hay degüello animal bebo de la sangre caliente”.
Pero “Alsina no tuvo ni un instante de duda: María había redactado la carta obligada por sus penosas circunstancias”, en realidad le pedía entrelíneas que la rescatara: ¿cómo llamar civilización a esa vida? no podía ser más que una ironía, una clave.
Se decidió a rescatarla, mientras las incursiones de los indios arreciaban, los temores de los soldados patrios aumentaban. Alsina pensó en crear un sistema de túneles que les condujeran a territorio enemigo. No lo lograba. Un ingeniero francés, Ebelot, fue traído por el Gobierno en su ayuda mientras lo nombraban Ministro de Guerra y al que le explicaba que “desde luego, el corazón fue el primer motor que guio mis pasos, pero de inmediato este impulso incorporó una causa más amplia que la personal, y es la protección de la naciente patria argentina”.
Ebelot, igual que Alsina, desoía y traducía al claro lenguaje macho lo que en realidad sentía María: “Pudiendo, su María no compró la libertad y se quedó en las tolderías. ¿No le sugiere nada eso? Le digo más. Hay mujeres que se desviven por ser tratadas de manera oprobiosa”.
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[¿El destino de toda mujer; de toda mujer en la Argentina; de toda “cautiva”?
Sí, podríamos decir. Pero esto lo dejaremos para otra ocasión.
¿El destino de todo escritor argentino imitar, retomar, proseguir -parodiar- a Borges?
Sí, podríamos decir. Allí, está esta alusión… Ebelot es invitado por Alsina a diversas escenas argentinas de ese lejano siglo XIX, entre ellas, fumar ese fuerte tabaco. El francés, “lejos de su país, apartado de su familia, en ese mundo extraño, se encontraba con un destino inesperado, con el íntimo humillo en la garganta”. Que, claro, nos lleva hasta el Poema Conjetural: “… Al fin me encuentro con mi destino sudamericano … Pisan mis pies las sombras de las lanzas … Ya el primer golpe,/ ya el duro hierro que me raja el pecho,/ el íntimo cuchillo en la garganta”].
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La amenaza de un ataque indio crecía. Ebelot y Alsina acordaron la construcción de una zanja para defender al Estado argentino. Que fracasó, entre las lluvias, la mala concepción y las leyendas: la Vizcacha Vieja y el otro Fausto criollo, don Rudecindo y los que vendieron su alma al diablo. Y llega el malón, pero es de mujeres. No lo podían creer, pero no encontraron nada mejor para decir que: “Son mujeres. Hay que amarlas, no comprenderlas”.
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Ya no la cautiva, excusa de Ruy Díaz de Guzmán, oscureciendo el verdadero motivo: la ancestral lucha de un hombre contra otro hombre para probar su supremacía, haciéndose con un botín, una mujer, el cuerpo de una mujer. Ya no la cautiva -la mujer-, de Rosa Guerra, víctima involuntaria de tres atributos: su belleza; la inhumanidad de las empresas de conquista; la -inconfesada- impotencia de la civilización frente a la barbarie. Ya no la cautiva de Eduarda Mansilla, víctima de la intriga y la traición, impotente venganza de la envidia y los celos de hermano contra hermano. Ya no, con Esteban Echeverría, la emergencia de la heroína por sobre la víctima, aunque aún sin poder reconocerla como tal. Ya no, con Borges, la emergencia de la mujer que decide; que decide contra toda convención; un inesperado, por encima de la dicotomía entre civilización y barbarie, espacio de libertad. Ya no, con César Aira, la esfumación de la cautiva -la mujer- agazapando detrás de ella la ilusión del poder benéfico del dinero. Si no, retomando la cautiva como la mujer que decide, da un paso más: un malón de mujeres, para enseguida, retroceder, mucho es, y hacer dela mujer del malón, no más que un diálogo entre dos hombres.