Pablo o la vida en las pampas, de Eduarda Mansilla (la cautiva de Eduarda Mansilla, 2)

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Pablo o la vida en las pampas, de Eduarda Mansilla (la cautiva de Eduarda Mansilla, 2)

La pampa. “Lo que sucede en el mundo físico se repite en el mundo moral: el débil sucumbe allí, sólo triunfa la fuerza”.

La atraviesa, demorosa, una carreta tirada por bueyes que llevan a Pablo, el joven gaucho, de vuelta de visitar a su amada, Dolores, siempre acompañada y cuidada por su criada que la amamantó y la crió, la negra Rosa, en su estancia ‘La Blanqueada’. “Ella es rica, yo soy pobre. La estancia del Federal, su padre, tiene quizá más de cuatro mil cabezas de ganado… Pobre loco… ¡en qué piensas…!”.

No es la única locura que ella sea rica mientras que él, gaucho, sea pobre; ni que ella sea federal, hija del federal Juan Correa, aunque ahora estén derrotados los federales, y él unitario, ahora el partido victorioso. Otra locura se interpone: la del país, su tiempo, su política -y un secreto de ésta.

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Una partida de militares con el comandante Llerena a la cabeza, se le atraviesa; se le atraviesa la autoridad. Pablo saca el documento que debería impedir la leva: es el único hijo de su madre, viuda, Micaela, el sostén de su casa. No les importa: es un gaucho, un pobre, y un unitario.

“¡Extraña cosa! En nuestras ciudades, autoridad quiere decir casi siempre civilización, superioridad, refinamiento, cultura. A la sombra de esa autoridad, crecen y se desarrollan teorías políticas que son poco más o menos la última expresión del ideal presente del hombre en materia de gobierno. Los partidos, las revoluciones pueden durante cierto lapso de tiempo hacer las leyes del país más o menos draconianas, en beneficio de unos y en detrimento de otros; pero la idea republicana, ni aun en medio de nuestras mayores tempestades, ha dejado de hacer palpitar todos los corazones al unísono, estando encarnada, por decirlo así, entre nosotros, por la tradición, la práctica, y sobre todo por el amor a la igualdad. ¡Contraste sorprendente! Sed de nuestras ciudades, penetrad en la campaña, esa autoridad misma representará en el acto otra cosa: la brutalidad reina allí, la única ley es la fuerza. Y sin embargo, por más que digan, el gaucho nada tiene de feroz en su naturaleza: no es más que indolente y salvaje”.

Reclutado a la fuerza, no sabe para qué guerra, ni para luchar contra quién. “Es menester que vaya a pelear en favor de una libertad que cesa para él desde el momento en que se trata de defenderla. De ahí su idea fija de que la gente del pueblo tiene dos leyes: una para ellos, otra para la campaña. ¿Quién sabe?… Quizá tienen razón, desde su punto de vista. ¡Ay! La civilización se presenta siempre a sus ojos bajo la forma militar. ¿Qué tiene entonces de particular que la desprecien tanto cuanto la aborrecen?”.

Y es aquí que el secreto se revela: la barbarie del partido federal, denunciada y combatida por el civilizado partido unitario, se replicaría con otros rostros, otros nombres, bajo otras banderas.

La partida es destinada al Norte, dejando así al pueblo de Rojas indefenso ante los salvajes indios, la barbarie absoluta, ya sea para los federales, ya sea para los unitarios.

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[Vamos a detenernos aquí, las aventuras del joven gaucho Pablo, padeciendo las disputas de arriba entre federales y unitarios, ya quedan esclarecidas con esa simbiosis que hace que siempre ganen los de arriba y padezcan los de abajo. “Pablo exclamó con fuego y sin escucharle: —Nunca olvidaré su injusticia… nunca olvidaré su cobardía, nunca olvidaré sus falsas promesas… Me hablan de la patria —añadió con amargura—. ¿Qué tengo yo que hacer con su patria y con su libertad?… Yo también amo la libertad… mi libertad… ¿Por qué me privan de ella? ¿Por qué me arrancan de los pagos de mi madre, de los que amo?… ¡No!… Ya no creo en sus falsas palabras. Unitarios y federales, todos son iguales. Yo los aborrezco a todos, como ellos nos aborrecen a nosotros, pobres gauchos…” Concentrémonos en nuestras cautivas -urgente ante la renovada ofensiva anti- feminista de este período].

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“La tropa es la caravana de las Pampas. En la tropa se llevan a Buenos Aires los productos del interior de la República, recorriendo a veces un espacio de más de 200 leguas”. Con la tropa dirigida por el capataz Peralta, partió Micaela en busca de su hijo, el joven gaucho Pablo. Capataz melancólico. Un día, le contó su historia.

Tiempo atrás, un malón de los indios ranqueles se llevó cautiva a su esposa, Mercedes, junto con otras mujeres. Reunió la plata para el rescate. Fue inútil. “—Pero me olvidaba decir a usted que el único que no pagó el rescate de la suya fui yo. Mi mujer se opuso… y dio por razón que el indio le gustaba más que yo. ¿Qué había de hacer?”.

Y otra cautiva, Dolores. Los indios asolaron el pueblo de Rojas y las estancias que lo rodeaban, la Blanqueada incluida. Esta vez el destino diría otra cosa. Dolores fue arrancada de su casa, arrastrada por su trenza, que su criada y nodriza la negra Rosa intentó cortar infructuosamente con un hacha, que serviría para dejar sin vida a su niña, mejor así que cautiva de los salvajes.

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¿Temería acaso una libre elección como la de Mercedes? Quién lo sabe.

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Ya no la cautiva, excusa de Ruy Díaz de Guzmán, oscureciendo el verdadero motivo: la ancestral lucha de un hombre contra otro hombre para probar su supremacía, haciéndose con un botín, una mujer, el cuerpo de una mujer. Ya no la cautiva -la mujer-, de Rosa Guerra, víctima involuntaria de tres atributos: su belleza; la inhumanidad de las empresas de conquista; la -inconfesada- impotencia de la civilización frente a la barbarie. Ya no la cautiva de Eduarda Mansilla, víctima de la intriga y la traición, impotente venganza de la envidia y los celos de hermano contra hermano. Ya no, con Esteban Echeverría, la emergencia de la heroína por sobre la víctima, aunque aún sin poder reconocerla como tal.  Ya no, con Borges, la emergencia de la mujer que decide; que decide contra toda convención; un inesperado, por encima de la dicotomía entre civilización y barbarie, espacio de libertad. Ya no, con César Aira, la esfumación de la cautiva -la mujer- agazapando detrás de ella la ilusión del poder benéfico del dinero. Ya no es como en Daniel Guebel ese paso adelante seguido de ese paso atrás, mujer que decide, malón de mujeres, para enseguida, retroceder y hacer de la mujer del malón, no más que un diálogo entre dos hombres. Es, la cautiva, o mujer libre, que elige como Mercedes, o mujer muerta, como Dolores.

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