
A partir de
Homero, Ilíada (la Helena de Alessandro Baricco)
Dolorosa causante de la guerra de Troya. “Como una esclava, aquel día yo estaba en silencio, en mis habitaciones, obligada a tejer sobre una tela del color de la sangre las empresas de los troyanos y de los aqueos en aquella dolorosa guerra que se libraba por mí”.
Una amiga le anuncia una sorprendente novedad: han cesado la guerra, ahora será un desafío entere Páris y Menelao que “lucharán por ti: tu serás el premio del vencedor”.
Llora: siente nostalgia por su marido y por su patria.
Los ancianos de Troya la culpan: “No es de extrañar que los troyanos y los aqueos se maten por esa mujer, ¿no es parece una diosa? Que las naves se la lleven de aquí, a ella y a su belleza, o nunca se acabarán nuestras desgracias y las de nuestros hijos”.
Pero no todos, Príamo, rey de Troya la exculpa: “Siéntate junto a mí. Tú no tienes la culpa de nada de esto. Son los dioses los que me echaron encima esta desventura”.
Ella se culpa, sin embargo: “Oh, ojalá hubiera tenido el valor para morir antes que seguir a tu hijo hasta aquí y abandonar mi lecho conyugal y a mi hija, todavía tan niña, y a mis amadas compañeras”.
Venció Menelao. Sin embargo, la vieja hilandera que la seguía desde Esparta se le acercó para decirle que la siga hasta lo de Páris. Helena le temía. Y aunque no era lo que quería, la siguió.
Ya frente a él, le dice: “Conque has huido de la batalla… Me gustaría que hubieras muerto allí, derrotado por ese magnífico guerrero que fue mi primer esposo. Y tú, que te jactabas de ser más fuerte que él… Tendrías que volver allí y desafiarlo de nuevo, pero sabes perfectamente que sería tu fin”.
El le recuerda la primera vez que hicieron el amor, y la invita a su lecho. Ella le sigue, a él, al “hombre que todos odiaban”.
Cuando vencen los aqueos, “a Helena la encontraron en su habitación. Siguió a su antiguo marido, temblorosa: en su alma llevaba consigo el alivio por el final de su desventura y la vergüenza por lo que había sido”.
No es la Helena culpable sin derecho a defensa, la mujer odiada de Eurípides haciéndose eco del sentir griego. No es la Helena que dice su verdad, explica las causas del odio, sabe la solución, del Eurípides que la hace hablar con su propia voz. Hay que escuchar de la mujer, de Helena, su propia voz. Es la Helena no solo culpable, sino sin voluntad y avergonzada de sí misma.
(Anagrama. Traducción de Xavier González Rovira)